miércoles, 15 de junio de 2011

El faro

Su imaginación le había jugado una mala pasada. Aquella foto del catálogo la había subyugado. Es el sitio ideal, pensó. Allí curaré esta infame melancolía. “Lugar paradisíaco, apartado pero bien comunicado. Fascinantes puestas de sol”. Se desplazó hasta aquel lugar perdido, o así se lo pareció a ella. Ya se veía divisando los buques que atravesaban el horizonte, con sus cargas baratas camino a mercados convulsos por comprar productos tan falsos como inútiles. Desayunaría en el mirador, entre brumas y vientos. Dormitaría mecida por el olor a sal y el graznido de las gaviotas. Recorrería la costa escalando rocas húmedas y cargadas de mejillones. Cenaría contemplando el ocaso rojo del atardecer.

            Pero las cosas no habían resultado como ella había soñado. Maldita melancolía, maldita imaginación. El faro no resultó tan confortable como era de esperar. El aire aún frío de poniente se colaba por resquicios imperceptibles a simple vista. Llovía con desaforado orgullo, como si su intención fuese provocar desaliento en la intrusa para que, tras una discreta visita, abandonara rápidamente el lugar. 

            Mas ella también tenía su orgullo y le gritó al viento inclemente que al menos pasaría una noche en el lugar. Después, sin saber muy bien por qué, se quedó. Hizo todo aquello que había soñado rebujada en el cómodo sofá de su confortable casa del interior. Pero todo era más frío, más sucio, más difícil de como lo había planificado. Sin embargo, una semana más tarde reconoció íntimamente que tampoco era para tanto: el lugar era realmente magnífico y los primeros inconvenientes de citadina asustada quedaron olvidados. Lo peor eran las noches. El aire yodado espoleaba su deseo; el olor a sal, sus ansias de hombre; la lluvia incesante, su furor interior.

            Él tenía el cabello trigueño revuelto por el viento, los pies destrozados después de ochocientos kilómetros encima; la blanca piel, quemada y tostada por el sol y el aire gélido de la meseta. Con su mochila y su aire de chico sanote y despistado arribó al faro como balsa a isla desierta. Era noche de temporal, algo inesperado con la primavera casi encima, más parecía tromba o galerna. Ella se había refugiado algo asustada donde no pudiese comprobar con que fuerza lluvia y espuma de mar golpeaban rocas y torre. Escuchó el timbre y creyó que era el silbido del viento. Insistían. En el umbral, él semejaba una aparición empapada y pálida. No alcanzó a comprender lo que decía. Sin pensarlo, franqueó la puerta al forastero. El generador se activó al irse en ese preciso instante la corriente eléctrica y aquel sonido le pareció a ella cántico celestial y señal divina. Él era hermoso como arcángel caído, dorado y claro como luz de luna. Sus labios estaban blancos y cortados por el frío y ella anheló humedecerlos con los suyos, colonizarlos con su lengua. Lo despojó del impermeable Columbia y del polar oscuro. No dejó de mirarlo a los ojos ni un segundo, temerosa de romper el poder hipnótico que parecía ejercer sobre él. Ni un vello surcaba aquel torso perfecto, no tan blanco como era de suponer: todo él emanaba luz dorada. Le tomó las manos entumecidas y las cobijó bajo sus axilas en un afán por calentarlas. Él se dejó hacer, admirado por la presencia de aquella maga de piel blanca y ojos negros de largas y oscuras pestañas. Ninguno pronunció palabra. Ella lo rodeó con sus brazos, olió su cuello, besó su barbilla y lo arrastró al mirador azotado por la tormenta. Tumbado sobre el sofá, el caminante contemplaba fascinado y evidentemente empalmado las operaciones de la mujer, que lo acabó de desnudar mientras la luz del faro chocaba cada poco contra las gruesas vidrieras creando una atmósfera irreal. Ella se arrancó la ropa y se inclinó sobre el falo del recién llegado, que se erguía sin sorpresa ni temor por el avance de la maga, quien lo olisqueó y descubrió que olía a sal y a hombre. Lo tomó entre sus manos y con su lengua deslizó un caminito desde el glande hasta la base. Un escalofrío recorrió la espina dorsal del forastero, que miraba anhelante y sin prevención los manejos de la mujer. Ella descendió hasta los testículos y sopló sobre ellos para a continuación sorberlos e introducir uno de ellos en la boca. Él gimió. La saliva de ella resbaló entre los vellos púbicos y entonces su lengua se demoró rodeando la polla que, turgente y gorda, palpitó y creció todavía más. Entonces, ella, ah, la malvada, desanduvo el trayecto enroscando su lengua a lo largo del pene para acabar en la punta. Entonces su boca golosa atrapó el miembro y él gimió otra vez y se dejó caer hacia atrás, incapaz de controlar los temblores de su cuerpo. Ella chupaba y chupaba aquella polla erecta y gruesa, aquella hermosura nórdica. Y entonces, ay, la muy perversa la soltó. El sintió frío en el pene pero fue sólo unos segundos antes de que ella regresase a la succión. El temporal arreciaba y ella deslizó una mano hacia el vientre provocando humedades en su vulva. Se frotaba el clítoris en movimiento circular, presionando lo justo. Su rostro resplandecía, seguro que estaba sonrosada. Cuando lo consideró, soltó polla y clítoris y se sentó a horcajadas sobre él, introduciendo la polla sólo un poco. Él suplicó con la mirada y extendió las palmas de las manos, grandes y abiertas, hacia las nalgas de la mujer. Fue en ese momento cuando ella empujó con decisión y la polla se introdujo hasta el fondo, provocando sus gemidos mientras impulsaba la cabeza hacia atrás, desparramando la oscura melena sobre la espalda. Y así lo cabalgó, subiendo y bajando, frotando las tetas sobre su pecho, mordiéndolo en la yugular. Él miraba fascinado a aquella mujer que parecía moverse con la inspiración de las deidades del Olimpo. Le tocaba los pechos, se incorporó y los besó; le mesó los cabellos, la besó con pasión en la boca. Ella le arañó la espalda y él dijo fuck, hvor jeg kan lide det! Ella lo miró un instante, dubitativa. ¿Qué idioma sería aquél? ¿Se iría a correr ya? Pero él seguía moviéndose y ella siguió incansable con su cimbreo hasta que él la miró implorante y ella le dijo yes. Él convulsionó y se corrió. Ella descabalgó y se tumbó cuan larga era a su lado. Se frotó el clítoris un momento más hasta que llegó al orgasmo lanzando un grito largo y ronco. Los dos permanecieron silenciosos, escuchando disolverse la tormenta que se alejaba. Él le tomó una mano y la llevó a sus labios. Ella sonrió en la oscuridad. Entonces él dijo shit, kondomet! Y ella exclamó ¡coño, el condón!

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Esta historia continúa en las dos citadas a continuación. Clicla en ellas para leerlas.
Reencuentro

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