miércoles, 31 de julio de 2013

Reflexión

Se traiciona a la desesperación si se pide auxilio:
porque el que pide, espera.

Se reniega de la soledad, manifestándola:
porque, lo que es expresado, se comparte.

Se contradice el silencio, si se explica.
Y aun si no se explica:
porque, el silencio, si se le atienda, habla.


Ana Rossetti: Punto Umbrío (1996)



jueves, 25 de julio de 2013

Sentimiento y lengua


   Toniño permanecía callado, pero miraba expectante el bullicio de la gente que iba y venía apresurada y con gesto adusto por la explanada del muelle. A él no le interesaban los viajeros sino los marineros, hombres curtidos que desde cubierta realizaban faenas que él no sabía interpretar, lanzaban cuerdas más gruesas que sus piernas de un lado a otro, mucho más grandes y robustas que las que usaban los canteros allá en su aldea, que ya es decir. Lois, a su lado, no parecía sin embargo fijarse en nada de su alrededor, ensimismado desde el día anterior, cuando al rayar el alba, aún de noche en el valle, partieron en el carro de Etelvino hasta la villa, donde se subieron al tren que los dejó a mediodía cerca del puerto. Toda la mañana estuvo Lois de acá para allá con papeles que no comprendía entre las manos. Y Toniño no se despegaba de él, arrastrando su maleta de cartón y madera, temeroso de perderse entre aquel gentío que, como ellos, subiría al día siguiente al barco que los llevaría a América. Un primo segundo de su padre los reclamaba desde Argentina. Les ofrecía trabajo, incluso pagó la mayor parte del pasaje; su madre vendió la junta de bueyes  y el carro para el resto. Ahora, por fin, las carreras de ventanilla en ventanilla habían cesado. Toniño sentía hambre, todo el día con un único trozo de pan y de chorizo en la barriga. Pero la cara de preocupación de Lois impedía que se quejara o manifestara disgusto. Su hermano parecía haberse hecho mayor de repente. No parecía el mismo que un mes antes le daba collejas y le llamaba parviolo, pero después jugaba al fútbol con él en el patio de la casa.


Lois miraba al infinito, más allá de las grúas, del gran trasatlántico atracado y de los almacenes que desbordaban movimiento y bullicio. Se sentó derrotado en la maleta, preso de un gran cansancio. Toniño, sin embargo, miraba todo con admiración: el mar azul petróleo que se movía pesado en el borde del muelle; los estibadores portando pesados fardos y gritándose unos a otros, las gaviotas disputándose el pescado tardío que los barcos de bajura acercaban a puerto.


Más allá, al fondo de la explanada, un almacén inutilizado acogía a emigrantes como ellos. Varios curas confesaban a quien quisiera. Se escuchaban lloros y lamentos. Lois no quiso quedarse allí. Iban a oficiar una misa. Arrastró a Toniño hasta el límite permitido de paso al barco. Y allí se quedaron mucho rato. Toniño no se atrevía a preguntar nada desde que, asombrado, mencionara aquellas enormes cuerdas y Lois le respondió de mala gana que no eran cuerdas sino cabos.


Una mujer mayor bien vestida, acompañada de una muchacha, se acercó por la derecha y preguntó algo en voz muy baja al guardia que protegía la zona de acceso al barco. El guardia le indicó algo a su espalda y la señora y la chica se alejaron.




Fue entonces cuando Lois habló por iniciativa propia en todo el día:

Xa nunca lle direi a Rosiña quérote−. Toniño no supo qué decir−. Nin vou foder en ti todos os días. (1)

Toniño, por un extraño instinto, de pronto comprendió e intentó animar a su hermano mayor.

−Pois aprenderemos a dicilo en castelán.

−Xa− dijo lacónico Lois−. Pero non é o mesmo. (2)

(−Ya nunca le diré a Rosiña te quiero−. Toniño no supo qué decir−. Ni voy a follarte todos los días.

Toniño, por un extraño instinto, de pronto comprendió e intentó animar a su hermano mayor.

−Pues aprenderemos a decirlo en castellano.

−Ya− dijo lacónico Lois−. Pero no es lo mismo. (2)

A todos os que partiron e non volveron. 
A tantos corazóns rotos pola distancia e o olvido.

Uol 

domingo, 21 de julio de 2013

Qué hacer...


Qué hacer para perseverar,
qué, para no desalentarse.
Para velar el fuego sin que se extinga, sin que devore.
Para que un tumulto de impaciencia se envaine en la
precisión del tiempo,
el dolor parta su ímpetu en amaestradas pulsaciones
y en la imposibilidad de una máscara se funda,
solemne,
el desengaño.
Qué hacer para no olvidar sin sucumbir,
para que no prevalezca la constancia a expensas de un
obstinado y patético combate...

Ana Rossetti: Punto Umbrío (1996) 


Música: Kothbiro by Ayub Ogada.
 


miércoles, 17 de julio de 2013

La piel



   Estaba harta de muchachos que preguntaban en la red cuánto tardar en responder a los mensajes de la chica para no parecer  interesados; de los jóvenes que no la besaban al final no vaya a ser que pensara que se colgaban; de herederos que hablaban sin cesar de sus propiedades y futuros cargos; de voces anónimas que se ocultaban temerosos de sus cuerpos.

Decidió buscar un hombre. Un hombre que ya conociera la victoria y la derrota; un hombre que hubiese escalado montañas y rodado pendientes; un hombre que supiese de los triunfos y las miserias del cuerpo, de sus éxitos y fracasos; un hombre que hubiese hecho sus rondas nocturnas y valorase volver a experimentar despertares escépticos, pálpitos y esperanzas, que volviese a creer.

Pero ¿qué espera de una mujer un hombre así? ¿Cómo vestirse para él, para que la reconociese entre la masa vociferante? ¿Para que descubriese sus ojos entre la penumbra susurrante, advirtiese su presencia entre el grupo laboral o de camaradas o quizá un rostro anónimo entre la gente?

Repasó el armario, deslizó perchas y de pronto reparó en él. Juraría que no lo había visto antes, pero, claro, ¡tenía tanta ropa! Colgaba perfectamente planchado, un vestido de piel. Era de piel de serenidad e ilusiones, confeccionado con retazos de superaciones y algunas decepciones. Con un bonito cinturón del que colgaban abalorios de esperanzas. Los puños, rematados de piel de esfuerzos; a la altura del corazón, un bordado de  pasiones, y en el cuello una cinta de palabras: amor, cariño, respeto.

La falda caía ligeramente holgada con una piel más oscura, teñida de deseos, de placeres, de fantasías carnales, de anhelos siempre frescos, nuevos. El dobladillo tensaba la tela con los límites impuestos: realidad, aprobación y aceptación.

Aún en su percha, observó el efecto del vestido de piel sobre ella. El gran espejo de cuerpo entero le devolvió una imagen insólita. De entrada no se reconoció, aquella no era su piel, se dijo. No era su estilo. Sintió una cabeza trasplantada sobre otro cuerpo, una cabeza a la que le hubiesen colocado un vestido inapropiado. Como si alguien jugara a las mariquitas con ella y la adornara con vestiditos que fabricaran con cartulinas de colores o retales viejos.

Pensó devolver el vestido de piel al ropero, pero recordó lo que le decían las dependientas, hasta que no lo pruebes, no sabrás cómo te queda realmente.

Se lo puso.


Le sentaba como un guante. Todo encajaba en su sitio, costuras, puños, cintura, cadera, largo, vuelo…

El espejo le dijo: eres tú. El vestido es tuyo. Siempre ha estado ahí, aguardando el momento justo en que te quedara perfecto.

Aún vacilante, se calzó sus zapatos de quien pisa fuerte para ver el total efect. Todavía no se reconocía y sus pies vacilaron por primera vez. Le asaltó la duda. ¿Aquel extraordinario vestido de piel era para el día o para la noche? El hombre que la reconocería con él puesto ¿se movía de día o era noctámbulo? No lo sabía, quizás alguien como ella, polivalente.

Volvió a guardar el vestido, tenía mucho en qué pensar, quizás aún no era el momento.

A un centenar de metros de allí, un hombre descubría por primera vez en su armario un traje de piel, ni sabía que existía.

Ni loco, se dijo. Y la piel retornó a su hueco.

Uol

martes, 9 de julio de 2013

Puritano


− Es una mujer muy relajada.
− Sobre todo de moral.




(Puritano/a. Adj: Que real o afectadamente profesa con rigor las virtudes públicas o privadas y hace alarde de ello)


Uol

miércoles, 3 de julio de 2013

La intrusa y el fitófilo

La alta tapia, adecuada al tamaño del ego de Heliodoro Martínez, ahora actor famoso, lo protegía del mundo. Siempre se avergonzó de su nombre el joven venido de provincias hasta que Sanchís Román le llamó en una de sus críticas el nuevo Helio del panorama cinematográfico alrededor del cual la tierra debe girar. Y Heliodoro sintió por fin su nombre reivindicado tras años lamentándolo al descubrir sus cafres compañeros de clase de química su equivalencia con un gas insípido, incoloro e inodoro. 
Todos en el mundillo artístico sabían que de vez en cuando un nuevo cachorro merecía las atenciones de Sanchís Román, pero a Heliodoro, -antes Doro para su vergüenza-  esto se lo traía al pairo. Un par de sonrisas al crítico, un par de instantáneas en el photocall, y ya estaba en boca de todos; lo reclamaban para acudir a estrenos y brunch de presentación de productos para adolescentes. Un contrato con una marca de ropa deportiva, unos anuncios en revistas juveniles y cartelería con el torso lampiño al descubierto lo lanzaron al estrellato. Después un productor tuvo a bien incluirlo como reclamo en una serie de TV dirigida a adolescentes (los actores de veintitantos años debían aparentar dieciséis) y Heliodoro Martínez –antes Doro y Dorito- , es ahora Helio Martín, más heliocéntrico que nunca. Por eso no le llamó la atención especialmente al guardia de seguridad Nicanor Barral que una mujer intentase colarse en la casa del actor post-adolescente  una mañana de domingo. Ni siquiera que estuviese con el culo al aire.

Tras el estreno de la película Entre dos aguas, donde Helio Martín se pasaba el metraje sin camiseta salvando a Shania y a Lurpia de ahogarse, y asfixiándose posteriormente entre sus besos y abrazos sofocantes, pasando de una a otra y sin acabar de decidirse por alguna de las dos (se rumoreaba que habría una segunda parte), durante dos meses una horda de adolescentes histéricas y con el tanga al aire intentó asaltar la casa del actor. El revuelo había cesado ya, pero aún de vez en cuando alguna muchacha se acercaba a la cabina de control de la urbanización para dejar notas al chico-sol. 

Nicanor Barral paró el coche de seguridad con el que recorría las calles de la urbanización privada.

Aquí Halcón-dos llamando a central.
Le copio, Halcón-dos. ¿Alguna incidencia?
−Una intrusa en la calle D, sector 3.
− ¿El actor?
−Sí. Una joven está intentando saltar la tapia.
− ¿Peligrosa? ¿Va armada?

Nicanor Barral había llegado al pie del muro protector del ego de Helio, el chico gaseoso y solar (según gustos). Vio el perfecto culo de la joven al aire, sin tanga siquiera, y accionó el intercomunicador:

− Humm… perturbada.




Trinidad Rodríguez decía llamarse Trinity, aunque antes fue La Trini y Trinuca. Pero eso era cuando vivía en Carabanchel Alto. Ahora era Trinity (con acento en la primera i), había adelgazado quince quilos, se había teñido de rubio platino –más acorde a su piel blanca- y era azafata de eventos. Los eventos eran aburridos, porque se pasaba las horas recibiendo a los invitados bandeja de canapés en mano, vestida según el tema de la velada, normalmente con traje ajustado y escotado, y boquita roja. Las mujeres ni la miraban y, salvo alguna, no picaban la comida, aunque trasegaban disimuladamente copas de frío vino blanco. Los chicos ni una ojeada le echaban, habiendo allí celebridades adolescentes con las que salir en el ¡HOLA! Sólo algún vejete se paraba a darle charla a veces, la piropeaba con toda intención de echarle un tiento si se terciaba. Pero Trinity ya había sido La Trini y no estaba para tientas desesperadas de actores venidos a menos en el arte de la seducción. 


Con la bandeja de quesos Mon Dieu! (promotora del evento) circulando entre las mesas, Trinidad Rodríguez sentía que o sucedía pronto algo o nunca saldría mentalmente de Carabanchel Alto.


Entonces lo vio, vestido con desenfado estudiado, cabello cuidadosamente despeinado, sonrisa perfectamente alineada y arreglada por el odontólogo de la productora, allí estaba deslumbrando como el mismo sol, Helio Martín, el joven actor. Por una de las casualidades de la vida, él alzó la mirada y la vio. Le sonrió. Trinidad Rodríguez se quedó sin aire, parpadeó y esbozó una sonrisa mientras alzaba mecánicamente la bandeja. El actor se acercó, tomó entre sus dedos un canapé de queso, pero no lo comió sino que se lo puso a ella en la boca. Trinidad Rodríguez, ahora Trinity, tragó casi sin masticar mientras le sostuvo la mirada, quizás algo acalorada.


− ¿Está bueno?
Ella asintió.
− ¿Y si repetimos después? −preguntó Helio.
Ella volvió a asentir.
− Pues no te vayas muy lejos.


Conducía un coche deportivo, como no podía ser menos, pero Trinidad Rodríguez no supo identificar la marca. Tardaron apenas media hora en llegar a la urbanización privada.


Helio Martín, antes Heliodoro Martínez, nunca dejó de ser quien era. Y a él le ponían las Trinity con pinta de ser Trinidad de Carabanchel Alto. No se molestó en ser galante ni tampoco fue descortés o grosero, fue más Heliodoro que nunca.

− ¿Quieres una copa? ¿Ron, whisky, un cubata?
− ¿No tienes champán? – también Trinity fue más Trinidad que nunca.
−El champán es para las pijas panolis.Tómate algo fuerte. 


Ella hizo un mohín, ¿qué tenían de malo las pijas? Ella quería ser una de ellas, tener su dinero, principalmente. Y ese estilo, esa manera de llevar el bolso en el antebrazo y mover el pelo como ellas. Eso no se aprende: se lleva en los genes.

−Bueno, ponme un gin-tonic.


Nicanor Barral tuvo tiempo de contemplar aquel señor culo unos momentos más antes de decidirse a hablar, y aunque su intención era que resultara impositiva, la verdad es que le salió una voz algo floja.

−Oiga, señorita, baje de ahí. ¿Qué hace? ¿No sabe que es un delito colarse en propiedades ajenas? ¡Baje, se va a matar!


Helio Martín estaba cachas, eso no se le podía negar, horas de gimnasio y buena genética, porque la verdad es que a sus veintisiete años le daba al alcohol y a los espaguetis a la carbonara cuanto quería. Ya le saldría tripa, ya, pero todavía no. Pero Trinity tampoco se quedaba atrás, se había depilado el chichi con el láser alejandrita y aquello era un arenal lamido por las olas del mar. Y a ello se puso Helio, que aunque no es que le pusiera demasiado, sabía que a las tías les gustaba mucho, las licuaba todas, aunque a Trinity le vio la disposición y la humedad enseguida, en cuanto se le abrió la boquita con la casa, decorada por alguno de los amigos de Sanchís Román, lo que más, verse en el porche, bajo el emparrado de buganvillas que seguro que en primavera florecían, y ella se imaginaba allí en caftán de hilos bordados, tumbada frente a la piscina de aguas turquesas. Y Helio estuvo dándole a la lenguota unos minutos, aunque a él lo que le ponía bruto era el mete-saca sin más. Y que se la mamaran, claro. 



Trinity cerró los ojos cuando él se la metió toda gorda en la boca. Le empujaba con las manos la cabeza y eso no le gustaba tanto, prefería ella marcar el ritmo, pero Helio estaba en otro lugar, perdido en sus sensaciones y ni se enteró de la pequeña resistencia que ella hacía con la nuca.

Helio tenía unas venas gruesas y marcadas, en el cuello y en la polla. Y se había rasurado todo el vello genital; él no se atrevió con el alejandrita, porque algo en su magín le decía que tanta depilación podría ser una moda pasajera y ya no habría remedio para su matorral. Y además, y aunque no se lo reconocía a ninguna amante, a él le gustaba tocarse ese vello suave y algo encaracolado que rodeaba su verga. Muy excitado, Helio giró a Trinity y la empujó sobre el brazo del sofá para metérsela chorreante desde atrás. Ella hundía la cabeza en el asiento acolchado y Helio no entendió muy bien qué farfullaba. La azafata de eventos seguía con las medias puestas, bastante incongruentes con la época calurosa, pero Helio entendió que formaban parte del atuendo de camarera, así como aquellos zapatos, algo monjiles a su entender. A veces pensaba en cosas así para no correrse enseguida, porque era de excitación rápida y enseguida se le iba el pistón. Y allá en el pueblo, a los catorce años, Eusebio le había dado ese consejo, pensar en otra cosa. Mientras marcaba de rojeces con sus dedos acerados la cintura y caderas de Trinity, pensó que ligar ya no era divertido desde que todas caían enseguida. Este pensamiento le hizo aguantar siete u ocho embestidas más hasta que claudicó. Trinity jadeaba entrecortada, pero todavía no se había corrido. Se tumbó en el sofá mirando para Helio, tan hermoso como el sol, quien seguía tocándose el pene ahora relajado y pingón. Aún no he acabado, nena, le dijo, y salió del salón. Escuchó Trinity ruidos en la cocina. Tráeme agua, cielo, le gritó cuando percibió tintineo de hielos.

Helio traía un bol con algo inidentificable y la cubitera con un vaso. Vaya por dios, ¿no será éste otro fitófilo? Cada cierto tiempo las televisiones privadas reponían Nueve semanas y media y una horda de post-adolescentes salidos querían que sus parejas bailaran para ellos tras una mampara semitransparente, como si esto fuera un teatro de sombras chinescas, o se empeñaban  en embadurnarlas de fresas con nata, poniendo a la fitofilia de moda.

Helio le acercó agua tónica con cubitos que chocaban contra el vidrio con su inconfundible tintineo. Antes de pasarle el vaso extrajo con sus dedos un cubito de hielo. Trinity frunció el ceño. Ya empezamos, pensó. Helio Martín chupeteó el hielo y  se lo puso a ella en la boca, que lo tomó sin mucho afán. Los dientes rechinaron, hipersensibilizados tras el arduo blanqueamiento dental,  y ella lo sujetó entre los dientes mostrándoselo. Helio lo volvió a tomar y Trinity pudo beber. Sintió entonces que Helio le pasaba el cubito de hielo por los pezones y dio un respingo. Va a ser todo el repertorio, pensó la muchacha. Los pezones se empitonaron al máximo. Ella le sonrió y Helio se creyó legitimado para apoderarse de ellos con su boca y succionarlos. Trinity gimió. Entonces Helio se incorporó un poco y cogió otro pequeño iceberg que deslizó entre los pechos de la joven hasta alcanzar el ombligo. Al pie de la letra, confirmó mentalmente la muchacha. El joven actor jugueteó  allí y chupó el agüilla que encharcó el pocito del diminuto ombligo. Ella seguía sonriendo. Cuando los dedos helados de Helio alcanzaron su pubis, Trinity tuvo un espasmo que Helio interpretó gozoso, y merodeó por los bordes de la entrada de la vagina con un nuevo cubito de hielo. ¡Coño!, exclamó Trinity siendo muy Trinidad Rodríguez.
− ¿Te gusta, nena?
− Sí, sí, mucho− dijo Trinity.

Helio volvió a incorporarse y cogió algo del bol que había traído de la cocina. ¿Y ahora, qué?, se dijo Trinity.

−Cierra los ojos− pidió Helio con voz pícara.

Ay, madre, ¿qué se le habrá ocurrido ahora?, Trinity empezaba a inquietarse. Cuando notó algo duro en su entrepierna, Trinity abrió los ojos.

− Pero…
− No es nada, chica; vamos a jugar.
− Pero…
 − Es una zanahoria.

Fitófilo perdido, pensó Trinity. ¿No podía follar como todo el mundo? Helio pasó la zanahoria, de considerable tamaño, por el entrepierna de la azafata de eventos, ya algo desinflada. Se ve que Trinity no estaba hoy creativa. Quizás es que le dolían los pies, estaba cansada y con ganas de acabar. Cuando Helio hizo ademán de follarla con la zanahoria, Trinity le dijo:

− Oye, ponle un preservativo al menos.

Helio vaciló.

− Vale –y rebuscó en el suelo donde había dejado antes la caja.

Trinity se dejó hacer. El fitófilo no estaba porque le llevaran la contraria. La zanahoria estaba fría y Trinity prefería mil veces el calor de la polla de Helio. Pero ésta estaba relajada y a lo suyo entre las piernas del dueño, totalmente desconectada de lo que allí estaba ocurriendo. Es de recuperación lenta, pensó Trinity, acostumbrada a los garañones de Carabanchel Alto. La excitación se le había evaporado a la joven, no sabía muy bien por qué, y gimió sin mucho afán. Helio se disparó y empezó a mover la zanahoria tan vehementemente que Trinity tuvo que sujetarle la mano.

− ¿Quieres más, a que sí? ¿Quieres más, loquita?

Trinity asintió. Era Helio, el actor famoso. Pero cuando vio que el joven sacaba del bol un calabacín de tamaño extra le dijo:

− Oye, no te pases.

Helio se rio como un niño.

− Entonces de la berenjena no hablamos− volvió a reír y cedió−. Vale, un pepino entonces.

− Oye, ¿y no prefieres que te la entone otra vez?

− Más tarde –respondió Helio, algo distraído mientras seleccionaba el pepino adecuado.

− ¿Éste? –y le mostró el elegido.

Trinity se encogió de hombros.

− No sé si me voy a correr así –alegó sincera.

− ¿Ah no? –se sorprendió Helio, antes Heliodoro−. Quizás necesites un poco de calor por ahí abajo.

Bueno, pensó Trinity, quizás si me lo come, me correré y podré largarme. El actor famoso empezaba a irritarla.

Pero Helio no bajó al pilón sino que regresó al bol. De pronto Trinidad Rodríguez notó un picor fortísimo en el chichi. Se irguió como el resorte liberado de una caja.

− ¡Pero qué diablos! Ayyyy, ¡coño, pica! ¿Qué me has echado? –había un punto de miedo e ira en su voz.

−Tranquila, no es nada−  Helio se desternillaba de risa, es que he tocado chile sin querer.

− ¿Sin querer? – Trinity notó entonces que Helio estaba puesto. No sabía en qué momento se había metido algo, pero sus pupilas estaban dilatadas.

−No es nada.

Trinity se retorcía y cogió la cubitera ya con agua descongelada pero aún gélida y se la echó por el coño.

− No es nada−. El cabrón se reía y se reía, retorciéndose.

− ¡Eres un cabronazo! Esto pica a dios.

Helio se sujetaba los abdominales con la risa, estirado en el suelo, mientras Trinity preguntaba gritando dónde está el baño, donde está el baño.

Dirigió la alcachofa de la ducha a la hendidura del coño, se lavó con gel, pero el picor no cesaba.

− ¡Puta madre! –Trinity era Trinidad Rodríguez en estado puro−. ¡Será hijo de puta!

Salió del baño. Helio seguía riendo en el salón. Ella se puso el vestido pero no encontró el tanga.

− Me largo−. Trinity aún se retorcía con el picor.

−No, no te vayas, no te has corrido, espera.

La puerta de entrada estaba cerrada y sin la llave puesta en la cerradura. Trinity salió por el ventanal que daba al porche del jardín. Helio farfullaba no te vayas, anda.

Trinidad Rodríguez salió al jardín y corrió hacia la tapia más cercana. Había allí una escalera de mano. El jardinero había estado podando una enredadera. Trinity escaló.


−Señorita, se va a matar, baje de ahí. Además, pueden denunciarla por allanamiento de morada− Nicanor Barral no podía apartar los ojos de aquel culo. La joven pateaba y al guardia de seguridad se le encendió el rostro cuando advirtió que la entrepierna de la joven estaba al rojo vivo. En ese momento aparcó con un frenazo un segundo coche de los seguratas de la urbanización y se bajó Cristian Sánchez, el más joven de los guardias. Antes de que Nicanor Barral pudiera percatarse, el desgraciado le estaba haciendo fotos al trasero desnudo de la muchacha.



−No seas guarro− le increpó Nicanor, pero Cristian escondió el móvil y se zafó de la garra del hombre.

Entre los dos ayudaron a descender de la tapia a Trinity, que lloraba hipando.

− Si estos famosos no merecen la pena, señorita− le dijo compadecido Nicanor.

Uol