sábado, 31 de enero de 2015

Entre dos tierras




 


Te puedes vender,
cualquier oferta es buena
si quieres poder.
¡Y qué fácil es
abrir tanto la boca para opinar!
Y y si te piensas echar atrás
tienes muchas huellas que borrar.
Déjame, que yo no tengo la culpa de verte caer,
si yo no tengo la culpa de verte caer.

Pierdes la fe,
cualquier esperanza es vana
y no sé qué creer;
pero olvídame,

que nadie te ha llamado,
ya estás otra vez.
Déjame, que yo no tengo la culpa de verte caer,
si yo no tengo la culpa de verte...
Entre dos tierras estás
y no dejas aire que respirar,
entre dos tierras estás
y no dejas aire que respirar.


Déjalo ya,
no seas membrillo y permite pasar,
y si no piensas echar atrás
tienes mucho barro que tragar.
Déjame, que yo no tengo la culpa de verte caer,
si yo no tengo la culpa de verte...
Entre dos tierras estás
y no dejas aire que respirar,
entre dos tierras estás
y no dejas aire que respirar.


Déjame, que yo no tengo la culpa de verte caer,
si yo no tengo la culpa de verte...
Entre dos tierras estás
y no dejas aire que respirar,
entre dos tierras estás
y no dejas aire que respirar.

Música: Entre dos tierras, del  albúm Senderos de traición, (1990) by Héroes del silencio

martes, 27 de enero de 2015

La pregunta XLIII



―Pero, Hija Mía, ¿¡cómo sigues viviendo en pecado!?
―Pecar, pecar... mucho menos de lo que esperaba, Padre.
Uol

viernes, 23 de enero de 2015

El ermitaño (III y final)

 (La primera parte de esta historia puedes leerla aquí y la segunda acá)



Fray Bartolomé estaba contento con sus avances en las letras y quería que Ervigio lo ayudase en la biblioteca. Bien es cierto que su ayuda sería más bien de fuerza bruta, le ayudaría a trasportar los pesados manuscritos de acá para allá. Pero fray Orentino se opuso tajantemente. El hombre era demasiado fuerte y joven para no aprovecharlo en trabajos más físicos y pesados. Ayudaba en el monte, en la huerta, en las idas y venidas por las granjas abastecedoras; había destacado como matarife en la matanza y no se quejaba de nada. Para la biblioteca bien servía alguno de aquellos legos melifluos y alabanceros que rondaban al escribano. No se le escapaban al fraile las escapadas del monasterio que el recién llegado hacía y hasta presumía conocer el motivo, pero fray Orentino tenía su particular modo de ver las cosas y no pensaba renunciar a los brazos del joven por unas lubricidades disculpables por la edad. Además Ervigio aún no había tomado los hábitos. Ojalá lo hiciese. Lo otro era de menos. Que siguiese copulando con la joven. Sólo rezaba porque el marido no los descubriese.

Encontrarse a solas era misión espinosa. Entre el trabajo de Navia en la granja, sus propias ocupaciones en el monasterio y la estrecha vigilancia del granjero, amén de los niños pululando alrededor, verse se había convertido en tarea de engarce fino. Aún así pudieron estar juntos  media docena de veces en los dos meses siguientes. Mas cuando junio iba iniciar sus días con mañanas templadas y tardes calurosas, Ervigio decidió que no podía aguantar más. En su camastro de la celda monacal se imaginaba a Navia en brazos del granjero, a expensas de su lujuria, en aquel lecho matrimonial que ambos compartieron una vez; y ese hombre no tenía derecho, ella no lo había elegido,  la habían vendido al mejor postor como a una becerra. En las hogueras del 24 la rescataría, se fugarían juntos aprovechando el jolgorio de la noche de san Juan. 


Navia vivía aquel amor con temor y dicha a la vez. Ella no había pedido aquel matrimonio en el que se veía atrapada, pero quizás si el granjero hubiese sido más amable y afectuoso, ella no se sentiría tan desgraciada y triste. Ervigio la apremiaba para tomar una decisión radical, pero Navia conocía las penas por adulterio, sentía pavor ante la Justicia, también ella había comprobado de qué parte se ponían los jueces: de los poderosos, por supuesto, y desde luego no de una mujer pobre y adúltera.

Ervigio tramaba todo en secreto. Robaría el carro más viejo del monasterio. Lo encontró arrumbado en las caballerizas y furtivamente lo reparó lo suficiente para que prestara su oficio pero no tanto que llamara la atención.  Robar un borrico le preocupaba más, por mucho que eligiese al más desastrado de los cinco que había en los establos. Era un grave delito. Ya imaginaba las caras decepcionadas de los frailes cuando se enterasen de la noticia. Día a día durante esas semanas sisó comida en las cocinas: queso, carne seca, pescado salado, manzanas verdes, castañas y nueces. Todo lo distribuyó en saquitos que ocultó en el propio carromato. Robar el vino llamaría más la atención, ¡buenos eran los frailes para eso!, y aun así escamoteó un odre y una jarra de cerveza que podrían rellenar con agua de las fuentes y riachuelos con los que se fuesen encontrando. A dónde ir fue motivo de noches en vela.  Pensó entonces que se encaminarían  hasta el mar. Allí las aldeas eran más grandes, pasarían desapercibidos y para todos la pareja sería un matrimonio que buscaba asentarse en el lugar. Navia debía fingir alguna indisposición para quedarse sola en la casa mientras el granjero y los niños iban a ver la hoguera que los aldeanos hacían a las puertas del monasterio, más para fastidiar a los frailes que otra cosa. Eso le contó el Hermano Rosalino entre risas, que los frailes toleraban el desafío a cuenta de las dádivas que por la mañana dejaban en la caja de las limosnas o en las propias cocinas. Él recogería a Navia mucho antes de la noche y partirían. Para cuando el granjero se percatase de la ausencia de su esposa, sería noche bien cerrada y no podría salir a buscarla. 

Estuvo con el corazón encogido durante todo el día. Tuvo que escabullirse dos veces de fray Bartolomé, que lo reclamaba inclemente, y atender una a fray Orentino, que le mandó descargar un carro con cajas de fresas. Por fin, mezclándose entre los novicios, salió a escondidas hasta las caballerizas y amparándose en la entrante oscuridad, destapó el carro y aparejó a Molinero, el pollino elegido. No sintió a su corazón latir con cierta normalidad hasta que Navia subió a su lado en el pescante, apenas un hatillo en las manos, no fuera a acusarla el granjero encima de ladrona. Apenas hablaron, en silencio y a oscuras dejaban a Molinero seguir a su aire el camino que el asno conocía bien, al menos de momento. Navia suspiraba de vez en cuando y Ervigio tomaba su mano y la apretaba fuerte para que no flaquease en su decisión. Quería llegar pronto al Camino Real; una vez allí se desviarían  por rutas secundarias, temía que ya hubiesen partido en su búsqueda. Ervigio pensaba ir escondiéndose por el día en vaguadas y bosquecillos y reanudar la marcha al anochecer.

Ya asomaba la luz del alba cuando un caballo a todo galope los alcanzó. Ervigio se desmoronó, aquel burro era verdaderamente viejo y no habían logrado esconderse.
―¡Alto! ¡Alto!
―¿Quién va? ―preguntó Ervigio asiendo un cuchillo con disimulo en la diestra.
―Me envía fray Bartolomé. Me ruega que regresen ustedes a la aldea. El granjero Buíde se ha desplomado esta noche, parece que ha sufrido un cólico miserere. Está moribundo.
Navia dejó escapar un gritito.
―Pero ¿cómo...? No podemos...
―Dice Fray Bartolomé que nadie se ha percatado de su fuga, que él ha afirmado ante la congregación que a usted lo envió a por unas hojas de pergamino a la villa. Y que en la Misa del alba escuchó a la mujer decir que no podría ir a las hogueras porque el granjero le había ordenado ir a recoger una mantequera a casa de su fallecida suegra.
 
Mantequera
―Pero... han pasado horas ―se desconcertó Navia.
―Han llevado al granjero a la enfermería del monasterio. Nadie en la aldea sabe quién lo está acompañando― el fámulo bajó la voz. 

Ervigio y Navia se miraron. La joven tenía una mirada entre expectante y asustada. Después Ervigio alzó la vista hacia el camino aún sombrío que tenía enfrente mientras a su espalda el sol del alba se despegaba de la línea del horizonte en su andadura hacia el cénit en el cielo.



Uol

Vídeo: Ribeira Sacra, zona lucense.

domingo, 18 de enero de 2015

El ermitaño (II)

(Esta historia comienza aquí)

Niñas gallegas  by Ruth Matilda Anderson


EL GRANJERO tuvo nueve hijos. De ellos uno nació muerto, dos fallecieron antes de cumplir dos años y el último, una niña de bajísimo peso, murió en el parto llevándose de paso a su madre. Para cuidar a los cinco restantes, el granjero pensó desposar a una muchacha fuerte y sana, y eligió a la hija de un matrimonio de campesinos que le debía muchos favores. A Navia no le preguntaron su opinión. Al granjero otros padres desesperados le ofrecieron sus hijas, muchachas sanas pero necesitadas de alimento. El granjero se quejaba mucho del trabajo y de lo mal pagadores que eran los frailes, pero abastecía al monasterio, no le iba tan mal. Él se fijó en Navia, otras eran más robustas, le echarían una mano en los establos además del adobo de la casa y atender a los pequeños, pero Navia era la más hermosa, sin duda, y el granjero pensó que así mataba dos pájaros de un tiro. Aún se sentía fuerte. Y las noches eran largas en invierno.


La casa era una pocilga, eso pensó Navia el día que entró por primera vez en ella, no había diferencia entre el establo y la casa, los tres pequeños corrían de aquí para allá con los mocos colgando y Lucila, la hija mayor, ya de casi trece años, había ejercido de mamá aquellos meses de orfandad. Contra todo pronóstico, Navia se escapaba a los establos, prefería ordeñar las vacas y darles de comer, sacarlas a los prados antes de permanecer en la casa a expensas de los esporádicos arrebatos lúbricos del granjero. Podía lavarse al menos, y Navia torcía la boca. En castigo a lo que ella consideraba una venta, se negó a visitar  a sus padres aunque le rompía el corazón imaginar a su madre limpiándose los ojos con el borde del mandil. Por amor a ella les enviaba por algún chiquillo leche, quesos y miel. Pero a su padre le dijo que no volverían a verla. El hombre se encogió de hombros, bastante tenía él con lo que tenía para que aquella hija díscola se quejase de sus obligaciones.

ERVIGIO  acompañaba siempre a fray Orentino en sus tratos con el granjero, y fue así como conoció la historia de los esponsales de Navia y el maduro lechero. No siempre encontraba a la muchacha en sus idas a la granja. Su ofrecimiento del primer día cayó en saco roto, la joven nunca preguntó por él en el monasterio. Ervigio no sabía bien qué quería, sólo ver a la muchacha. Cierto que él no era sacerdote, pero no era menos cierto que se había integrado en un monasterio, y se esperaba de él que hiciese vida monástica aunque no hubiese profesado los sagrados votos. Pero una fuerza superior a su voluntad lo arrastraba a aquella granja lechera.

A veces Ervigio pensaba que fray Orentino se olía el interés que tenía por la muchacha, pero nada le decía. En todo caso, no había nada que comentar. La joven no parecía prestarle más atención que al fraile en las escasas veces que la encontraba en el establo. Sí notó que su presencia desagradaba al granjero, pero el hombre no se atrevía a decirle nada, visto que acompañaba al fraile. Comentar algo al respecto sería nombrar algo que no existía. Si fray Orentino notaba tal animadversión, nada demostró tampoco. Todo cambió un día.

LA PRIMAVERA se resistía a aparecer, el invierno había sido durísimo, con frecuentes heladas y ventiscas, pero esa mañana cierta luz en el cielo, cierta calidez en el aire ofrecían una promesa. Ervigio se dirigió a la granja sin la compañía de fray Orentino. De hecho, salió del monasterio sin comunicar a nadie que lo hacía, tampoco era imprescindible su presencia y aquel día no tenía clases. Ya leía de corrido, aunque todavía no escribía bien. Cometía faltas de ortografía y su caligrafía, en opinión de fray Bartolomé, su maestro, era de espanto. Sin saber cómo ni por qué encaminó sus pasos en dirección a la granja. Fue como un llamado. No vio a Navia en los establos, ni a los niños correteando entre el barro. Había un extraño silencio sólo roto por los ocasionales mugidos de las vacas. Se acercó a la casa. ¿Dónde se habrían metido todos? Entonces la vio de espaldas. Fregaba cacharros en la pila de piedra, que humeaba, habría calentado el agua. Ervigio recordó lo ateridas que estaban las manos de la joven la primera vez que la vio ordeñando en el establo. La saludó y ella se giró asustada.


―¿Qué hace aquí?
―Venía a traerte huevos. Como no has venido nunca a por ellos...
Navia miró las manos vacías de Ervigio. Él reparó en su mirada interrogativa
―He dejado la cesta en la entrada. ¿Y tu marido y los niños?
―Ha ido al funeral de su suegra. La abuela de los niños. Por eso han ido todos. Pero yo tengo que ordeñar las vacas y además... bueno, él me pidió que no fuera.
―Ah, lo siento, el Señor la acoja en su seno. ¿No te tenía aprecio?
Ella le miró extrañada.
―¿Y cómo? Su hija aún no estaba fría cuando ya el yerno andaba buscando sustituta.
―¡Pero a ti es imposible no quererte! ―exclamó impulsivo Ervigio sin pararse a pensar en el significado de sus palabras.

Navia intensificó su mirada y Ervigio la apartó, avergonzado de su osadía. Esta mujer lo desarbolaba. ¡Se la veía siempre tan triste en aquella casa fría! Estaba muy claro que la muchacha no había elegido a su marido, no lo amaba, eso se notaba. Y el granjero era posesivo con ella, eso también estaba claro, y en fin, se comprendía, Navia era como una camelia blanca floreciendo en medio de aquel estercolero.

Se quedaron callados, sin saber qué más decirse. Pero entonces Navia se soltó el pañuelo de la cabeza y Ervigio avanzó dos pasos hacia ella y tomó entre sus dedos ásperos un mechón de su melena y lo llevó a nariz, a sus labios. Olía a ella. Mezcla de heno y leche, de hierba y flores. Ella apoyó la cabeza en su pecho y Ervigio la tomó entre sus manos, y dulcemente la besó.

Apartaron las frazadas de la cama matrimonial y Ervigio la desnudó. Navia era toda ella blanca, sin un lunar, sin una peca. Ni una rojez manchaba aquella perfección hecha carne. Sólo sus manos reflejaban el duro trabajo que desempeñaba en su quehacer diario. Los ojos de Navia se oscurecían por momentos cuando se apretó contra su cuerpo. Y Ervigio nunca se sintió más lleno, más pleno, más potente que en esos momentos, su cuerpo prieto y moreno contra la blanda blancura de Navia; su lengua en su boca, sus manos en sus senos, sus piernas enredadas y, finalmente, su cuerpo en su cuerpo agitándose soberbio, fuerte, poderoso. Navia gemía quedamente y lo miraba con ojos abiertos. Mientras se derramaba en ella, Ervigio se sintió por primera vez en su vida un hombre libre, dueño de si mismo y de su pasión.


Pasaron el resto de la mañana en el lecho, renovando su pasión en cuanto él se recuperaba. Ervigio se sentía incapaz de separarse de aquella cama y del cuerpo de Navia.
―Debes irte ya, regresarán en cuanto acaben de comer un bocado, hay mucho trabajo por la tarde en la granja y las vacas están inquietas, debo ordeñarlas ya o enfermarán y eso sería nefasto.


A Ervigio se le hacía muy duro dejarla allí. Se vistieron y Navia aireó las frazadas.
Cuando salía de la casita, ella le dijo con voz triste:
―LLévate los huevos o él sabrá que has venido.

Ervigio regresó al monasterio caminando con lentitud. Los pies le pesaban como plomo mientras su cabeza pergeñaba su futuro, que ya sólo tenía un nombre y un destino: Navia.

Santa Cristina de Ribas de Sil, Ourense, Galicia, España

El final de esta historia puedes leerlo aquí.
 Uol 
Vídeo: La Ribeira Sacra by "Desde Galicia para el mundo". TVG

martes, 13 de enero de 2015

El ermitaño (I)

NO PUDO soportar tanta injusticia, tanto dolor, tanta orden arbitraria, tanta miseria a su alrededor. Decidió, pues, que era la hora. Hizo su hatillo y no se despidió de nadie, no tenía familia y, al cabo, para el resto, esos pocos conocidos, sería como si hubiese muerto. Eso decidió, morir para el mundo antes de que el mundo lo reclamase para alguna de aquellas empresas enloquecidas que el amo del señorío ordenaba. Las sombras de la noche se lo tragaron y sólo los canes lo despidieron con ladridos que no inmutaron a ninguno de los desgraciados que dormían cansados y reventados en los jergones, mientras el viento se colaba por todas y cada una de las rendijas que las piedras mal selladas de sus pallozas amplificaban con sonidos inquietantes.

Pallozas
Ervigio se encaminó a través de las montañas hacia el sur. Si sus fuerzas no lo abandonaban, en tres o cuatro días alcanzaría aquellos lugares de los que le había hablado un fraile que recaló por la aldeíta para bautizar a los nacidos y realizar confesiones, en aquellos lugares perdidos entre montañas siempre surgía el riesgo del nacimiento de herejías, brujas y demonios campaban a sus anchas por lugares dejados de la mano de Dios. 
Pallozas de O Piornedo, Os Ancares (Lugo) Galicia, España

Es un lugar sagrado, le había dicho, una Rivoira Sacrata. Allí la paz es inmensa, el silencio brutal, es un lugar creado por Nuestro Señor para la oración. No tendría problema para que en alguno de los monasterios que bordeaban el río lo acogiesen en su comunidad. Y allá dirigía sus pasos el joven Ervigio sin saber muy bien qué iba a encontrarse, sin pensar fríamente si tenía vocación religiosa, si podría soportar no tener contacto extramuros. Sólo sabía que si permanecía en su aldea se convertiría en un asesino, lo que sus ojos tenían que contemplar día a día era insoportable, inhumano, sentía una ira feroz que le hacía apretar dientes y puños. Ya había tenido enfrentamientos con los guardias del Señor cuando azotaron a un mozalbete que había robado un pequeño atado con nueces y castañas. ¡Era un niño, tres puñados de frutos había en el fardel! Resultó vana su mediación y él mismo recibió golpes y empujones por inmiscuirse. Aquel día la ira subió por su médula y le estalló en la cara enrojeciéndola. Sintió deseos de romperle la crisma a aquel desalmando que azotaba a un muchachito flaco como un palo que se moría de hambre. Aquella noche, mientras ululaba el viento y los lobos aullaban en la lejanía, decidió partir. Si Dios había abandonado al mundo, él abandonaría su mundo. 

El viaje fue duro, ni senderos había, pero el paisaje era extraordinario, lo acercaba a Dios. Ervigio se percató entonces de que también su aldea era hermosa, sólo ahora, apenas a una jornada de distancia de ella, lo reconocía. El horror de la pobreza y la injusticia le habían impedido advertir lo dolorosamente hermosa que era su tierra. Le asombraron aquellas construcciones, los monasterios eran magníficos, pero aún más descubrir cómo horadaban la tierra los campesinos, cómo cultivaban el vino en bancales sobre el río, aquellos socalcos hacían posible el cultivo en laderas tan empinadas. Probó ese vino de camino y le pareció sabroso como ningún otro. Pensó quedar en Ferreira de Pantón, pero decidió en el último momento cruzar el río como quien cruza el Mar Rojo y pedir acogimiento en Santa Cristina de Ribas de Sil
Santa Cristina de Ribas de Sil (Ourense)

El monasterio era espléndido, Ervigio advirtió que sus piedras labradas se veían nuevas, sin musgos ni hierbas. Los benedictinos estaban aquel día recogiendo castañas en el souto, vareaban con la baloira aquellos ourizos que no se desprendían de los castaños. En el suelo amontonaban los erizos para que acabasen de secarse y extraer las castañas. Todas las operaciones las realizaban en silencio. Ervigio creyó llegar al paraíso. Y allí se quedó. 
Santa Cristina de Ribas de Sil (Ourense) Galicia, España

Era un hombre joven y fuerte, y ayudó con las piedras, siempre quedaban detalles sin rematar en la construcción, ayudó en las bodegas y en la pequeña huerta trasera. Ervigio quiso aprender a leer y a escribir. Y le fueron enseñaron. Ervigio se sintió un hombre. Pero el encierro le pesaba y pronto acompañó habitualmente a los fámulos encargados de la recogida de las provisiones en las granjas que abastecían al monasterio. Y ahí surgieron las primeras dudas, los campesinos daban de mala gana los productos al monasterio, bien se veía, ¿es que nadie estaba a salvo de sufrir injusticias? Quiso preguntar las condiciones de estas prebendas pero fray Orentino obvió explicaciones con un resuelto pertenecen al foro

Fue en una lechería cercana al monasterio donde la conoció. Hacía un frío de mil demonios, la escarcha perlaba cada hoja de los árboles del camino, la helada cubría con un manto blanco los prados y rompía las piedras del camino. En los cortellos, sin embargo, ante las puertas había un barrizal que infructuosamente trataron de rodear. Allí dentro la temperatura era ligeramente más cálida gracias a los animales. Tenían que recordar al granjero que se retrasaba en la entrega y que la cuota lechera había subido. Llamaron y, al no recibir respuesta, entraron.


Lo primero que vio de ella fue sus pies dentro de las chancas de madera, que los aislaban de la humedad y los orines de las vacas que impregnaban el piso de tierra. Estaba ordeñando. Al oírlos tan cerca se alzó desde el tallo. Un pañuelo cubría su cabello y el mantelo cruzado sobre el pecho no ocultaba sus formas de mujer joven y lozana. Su tez era tan blanca que le recordó a la leche cuajada, tenía una cremosidad especial, sintió ganas de lamerla. Con el frío que hacía tendría que estar colorada, pero lo único que delataba la baja temperatura eran sus manos ateridas y amoratadas. Sintió el repentino deseo de rodearlas con las suyas y darles su aliento, hacerlas entrar en calor. La moza iba a hablarles cuando el granjero apareció tras ellos en la puerta con mala cara. Fray Orentino se acercó para comunicarle las nuevas y entonces Ervigio se fijó mejor en la mujer que había vuelto a sentarse para continuar con el ordeño. 
―¿Cuántos litros dan las vacas? ―necesitaba conocer el sonido de su voz.
―Depende.
―¿De qué?
Ella alzó la ceja y lo miró burlona o desconfiada, no sabría decir. No respondió.
―¿Eres nuevo en el monasterio?
―Llegué hace tres meses. Sólo soy un lego. Me llamo Ervigio. ¿Y tú?
―Navia ―respondió lacónica. El pañuelo se había deslizado hacia los hombros y puedo observar su cabello castaño claro. Ella lo miraba de reojo. Sus ojos eran, en contraste, de un marrón muy oscuro, perfectamente almendrados y rodeados de largas pestañas que bailoteaban con cada parpadeo.
―¿Es cristiano ese nombre?
Ella dio un respingo y entrecerró los ojos.
―¿Acaso podría ser de otra manera?
Él sonrió tranquilizador, sólo pretendía alargar la conversación, y le extrañó el palpable temor que la mirada y la voz de la muchacha dejaron traslucir. Ervigio conocía ese miedo, el miedo de las mujeres que allá en su aldea temían ser acusadas de brujería. Le preguntaría a fray Orentino si por la zona se produjeron autos de fe. Y Navia era muy hermosa, si tenía enemigos bien podrían atacarla por ahí. Y Ervigio ya había visto de todo y la inocente hija de un granjero bien podía ser codiciada por gente sin escrúpulos.
―Es un hermoso nombre, como su portadora―intentó tranquilizarla. Navia se irguió con el recipiente repleto de cálida leche. 

Fray Orentino y el granjero habían regresado al establo. Ninguno parecía satisfecho y el granjero echó a Ervigio una mirada cargada de inquina.
―Quizás tu padre te deje venir un día por el monasterio―le susurró a Navia.―Tenemos muchas gallinas y podría darte una docena de huevos. Con la leche podrías hacer un dulce.

Navia abrió los ojos un segundo sorprendida y desvió la mirada hacia el granjero antes de bajarlos enseguida.
―No es mi padre, es mi marido―aclaró antes de dirigirse a la puerta dejando a Ervigio extrañamente desazonado.

Uol 
Esta historia continúa aquí.


Ermitaño: Persona que gusta de vivir en soledad, sin relación con los demás.

Vídeo sobre la zona de la Ribeira Sacra by Minube.