viernes, 17 de febrero de 2017

En vela


La sensación de quietud que se experimenta a las diez de una noche invernal en una planta cualquiera de un hospital masificado equivale a la que precede en las calles poco antes del alba, cuando la ciudad aún duerme bajo el peso de la niebla o la lluvia.

El silencio sólo se rompe por el quejido de algún doliente, los ronquidos de muchos y el estruendo de cisternas, inexplicablemente ruidosas, como de cuartel o internado, descargando litros y litros de agua que arrastran más angustias que restos sólidos.

El cambio de turno ha sido tranquilo en este ala y las toses de un bronquítico se oyen rítmicas, con cadencia de compás que no logro identificar porque nunca he estudiado lenguaje musical. Intranquilizan, en cambio, otros sonidos, como ayer un par de carreras de las enfermeras, una a medianoche, otra hacia las cinco de la madrugada. Quizás hubo cierta tensión, pero todo pareció solucionarse eficazmente. Se las ve tan seguras y eficientes... empujan el carrito, eligen un frasco o bolsa, insertan el tubo en el apéndice de plástico que a todos nos acaban colocando en la mano y que es la puerta de entrada al alivio paradisíaco en forma de calmante o al general con mando en plaza y tropa dispuesto a luchar contra el enemigo rebelde y declarado.

No soy yo la portadora de esa puerta plastificada, tan aparentemente endeble y, sin embargo, tan salvadora. Yo soy la guardiana que espera encogida y asustada a que se haga de día; la que vela temerosa de la madre encamada. 

Me he traído libro en papel, libro electrónico y lamparita-pinza. Porque todo está ya a oscuras y la luz de emergencia a ras de suelo no me permite leer, sólo orientarme al acercarme al lecho donde descansa la madre amada para ofrecerle agua o acercarle la cuña.

Hoy no leo. Hoy escribo bajo la lamparita. Ni siquiera lo hago en la tablet. Me he traído unos humildes folios en blanco que he doblado a modo de cuadernillo que he introducido en el libro. La enfermera joven de abundante pelo negro rizo, de coleta alta y voz dulce ha mirado curiosa mi manuscrito. No sé si le sorprende lo anacrónico del boli Pelikan y el folio en blanco o se ha sentido intrigada por el contenido de lo que escribo. Sólo ve familiares colgados del móvil, con el WhatsApp enfurecido y las conferencias entrecortadas, si, no saben todavía, a ver... o las recomendaciones a grito pelado, que o penso dos cans está no galpón; vai mirar se o vendaval tirou algunha tella; non esquezas avisar ao panadeiro de que non me deixe esta semana o pan. Casi puedo asegurar que nunca se ha encontrado con esta situación, alguien de visita escribiendo en papel que no sea un niño con sus deberes escolares. 

La noche se hace larga y el horror despliega su olor a mi alrededor. El horror, el miedo y el desconsuelo. Lo percibo. Y planeando por encima de ojos asustados, de párpados fuertemente apretados, la esperanza, escucho sus pensamientos, Dios mío, a ver si yo no...; a ver si mañana ya me voy a casa; a ver si cede el dolor; a ver si los resultados son buenos; que no sufra, Dios mío.

La oveja metiéndose en la lobera. Lo sé. La nosofóbica enfrentándose al monstruo; la tanatofóbica inmersa en el duelo. Penetré en la boca del lobo, en la osera, en la cueva de la serpiente. Es así. Pero quizás sea necesario pagar este precio para un día soportar con dignidad lo que me espera, lo que nos espera. Vivirlo, experimentarlo, sufrirlo.

Uno aquí no vale nada, nada tiene. Un camisón lavado mil veces, el culo al aire. Aquí uno está solo. No cuentan los hijos, los parientes, los amigos.

La mujer que agoniza en la cama de al lado no es nada mío. Es mayor, pero no tanto como para pensar al menos ya ha vivido una larga vida, ojalá que haya sido intensa, feliz, al menos sentida. Pero no, la mujer podría haber tenido por delante quince o quizás veinte años más. La miro, tan bella en su fragilidad, el rostro totalmente afilado, la piel ya macilenta; su cuerpecillo devorado por la lucha apenas abulta bajo las cobijas; su escaso cabello ya dejado de teñir (¿para qué?); todo en ella parece desvanecerse. La miro y siento a la vez ternura y un pavor horrible. Porque me veo así, solita (aunque no sea el caso y me rodee gente que me quiera, como a esta educada y grácil mujer), sola en mis pensamientos, a solas con mis pensamientos. Un sitio al que nadie puede llegar. ¿Qué pensar entonces? ¿Qué odiar, qué amar? Comprobar que así puede ser la despedida. Y el dolor. ¡Qué indigno el dolor! ¿Por qué hay que sentir dolor? No, no, no. ¿Cómo soportar ver al ser amado sufrir, sufrir con mayúsculas? ¿Dónde se aprende a tolerar eso? ¿Cómo soportaban antaño aquellas largas agonías sin opiáceos sin volverse locos unos y otros, aquellos aullidos de los enfermos hasta que perdían la conciencia, arrasados por el dolor? ¿Cómo se sobrevive a observar y padecer algo así?


Las enfermeras están muy pendientes de la dócil y bella dama. Sé que le chutan todo tipo de drogas para soportar el dolor. Ella no se queja. Pide un humilde paracetamol. Se siente mejor con un ridículo paracetamol. Y yo siento ganas de llorar. De vaciarme. Sé que no conseguiría verter suficientes lágrimas. 

Busco los ojos durmientes de mi madre tan amada. La beso una y mil veces, sus manos, sus mejillas. Le devuelvo uno a uno todos lo que me ha dado en mi vida, los que todavía me da. Ella no tiene miedo. Ninguno. Su ingreso no es en este caso de gravedad, pero ¡qué susto me dio! Y a su edad nunca se sabe qué puede estar pasándole. Ver a tu madre temblando como una hoja, así, de repente, sin saber qué le sucede, sin que te responda... Yo le hablaba, la miraba, mamá, mami, ¿qué te pasa? Solo atinó a decir, la mirada algo perdida, tengo frío, tengo frío. Y el frío se me metió a mí en el alma, ese frío que ya sé que no me abandonará, ese frío de cuenta atrás. Yo la miraba. Sus ojos no trasmitían miedo, quizás sólo extrañeza. La aterrorizada era yo; el pánico a duras penas sometido con riendas a punto de ceder, era el mío. Mi mami, no; mi mami, no.

¿Por qué no he heredado yo de ella su fortaleza, su coraje? Mi mami es de las que no se quejan, no nos atosiga con ruegos, lamentos ni pucheros. Siempre nos dice, no hace falta que vengáis, si yo estoy bien. No hace juegos psicológicos ni burdos chantajes. Mi mami quiere reuniones dominicales alrededor del cocido. Le gusta y nos pide que pasemos algunos días de vacaciones en la casa familiar, pero nunca porque esté malita. Le gusta vernos pulular por allí, pero sin agobios. ¿Por qué no he heredado yo su fe, su valentía? Si he recibido sus ganas de vivir, sus risotadas, el amor por el baile y la música, su predisposición alegre a dar mimos y besos y caricias y achuchones; su idea de que todo desánimo se soluciona con unas papiñas de leite y un beso, con una galleta y un beso, con un trozo de chocolate y un beso, ¿por qué no he heredado yo su capacidad de resistencia, esa voluntad mental de superación por seguir? ¿Por qué no?


Hace ya muchos años que mis padres nos cedieron el mando de nuestras vidas. No interfieren, opinan desde el respeto, a veces desde el mismo silencio, porque ya saben cómo respiramos cada hijo.

No comprendo a esas familias donde el páter (o la máter) se empecina en imponer su criterio sobre el hijo o hija adultos en temas tan íntimos como la elección de pareja, o el piso que quieren comprar, el modelo de coche que le conviene o hasta dónde deben ir de vacaciones. No lo entiendo. Como mucho mi padre preguntaría ¿te lo puedes permitir? ¿consume mucho? Pero los dos exclamarían ¡Qué bonito, qué bien! Porque saben que somos adultos y nada proclives al despilfarro y la estupidez. Lo saben porque así nos han educado. Y porque somos adultos, dueños de nuestras vidas.

Mi madre se va a recuperar. Y yo calmaré mi ansiedad. Pero hay momentos de agobio qué hago, qué hago. El trabajo, los asuntos inaplazables, los pendientes, todo en suspenso. Y comienza el trajín de compaginar trabajo con noches sin dormir, tardes de hospital, noches velando su sueño, sus necesidades; malabares cuadrado horarios, corre de aquí para allá, a la una come pero también a la una informa el médico. Que debe estar un familiar para el informe, sales corriendo. Sigue el tratamiento, parece reaccionar bien, aún no podemos darle el alta, y te vuelves corriendo al trabajo, podrían decirme eso por teléfono, piensas, pero al tiempo te sientes culpable, es mi madre, otra vez corriendo. Todo tu mundo se pone patas arriba. Y ya no hay planes que no se dinamiten, no hay más prioridad que tomarle la mano, sonreír aunque las lágrimas se agolpen a las compuertas queriendo anegar los campos. 

Y entonces, en esta larga noche en vela, velando, me da en pensar, pensar en los millones de personas que no tendremos quién nos tome las manos. Porque aunque, efectivamente, exista quien nos las esté asiendo, y de hecho nos acompañe, estamos en realidad a solas con nuestro desamparo y nuestro miedo.

Uol

miércoles, 1 de febrero de 2017

500



Ni en mis mejores  pronósticos hubiese imaginado alcanzar 500. Nunca. En realidad ni siquiera había pensado en llegar a ninguna parte, a ningún número, a perdurar. Pero aquí estoy, escribiendo la entrada número 500 de este blog.  500 títulos para 500 historias propias y ajenas. Nunca planeé llegar a ningún sitio porque lo que se trataba era de caminar, de saborear el paseo, de compartirlo con quien quisiese abordar mis letras o las de otros que me emocionaron y que daba a conocer, como me las habían dado a conocer a mí. He disfrutado. Con esas letras unidas. Palabra tras palabra, eslabones engarzados de una cadena de buenas sensaciones. Me he reído, me he motivado. He aguardado por comentarios deseados que han llegado o no; me he sorprendido con lo inesperado de otros; he conocido diferentes interpretaciones, siempre fruto de las distintas experiencias vitales de cada uno. Y el tiempo pasó. 

500. Parecen muchas. Pero tampoco son tantas para cinco años y medio. De nuevo el tiempo ha perdido su sentido. Nunca he hablado aquí de esto, pero tengo con el tiempo una relación peculiar (en realidad no soy nada original). Mi percepción del paso del tiempo no se ajusta al calendario.  Yo puedo pensar en una persona durante años como otros invierten seis meses. No me agobia aplazar metas porque el tiempo es infinito, llegará. O no. Y una mañana me digo, obligándome a bajar a la tierra, que ha pasado un lustro, que ya está bien, que hay que cambiar de hoja, que la libreta, que la página, el documento en el que escribo está caduco, que hay que iniciar uno nuevo. Y me sorprende que sea así, que sea necesario. Pero acabo arrumbando esa libreta en un estante, sin decidirme a cerrarla con lacre. Está ahí, y me paseo por la casa y sé que está ahí, a mi alcance, para abrirla y revivir sus historias. No me da miedo, no me paraliza. No me condiciona. ¿O sí? Lo de pasar página lo comprendo. Lo hago. Pero no me lo acabo de creer. La página es la misma, simplemente pasamos al siguiente renglón. Ahora hasta la máquina se encarga de eso, uno teclea y el procesador de texto, acorde con la justificación señalada, salta al siguiente renglón. Como si la vida fuese así, y pudiésemos saltar de renglón a conveniencia. No se puede, por  mucho que algunos lo intenten obsesivamente. 

500. Y otras 191 en el borrador. Que no deberían llegar al procesador. Porque sería repetirme. Porque me repito, me repito. Y he acabado por parecer una mujer tristona y melancólica.  Y no lo soy. O no soy sólo eso. Y sé que los incondicionales siguen esperado que me deje de conachadas y vuelva a las historias picantes y guarras, a esas que deberían ser el leitmotiv de este blog. Y se cansan. Y abandonan. O no, y permanecen en silencio aguardando la vuelta de la Uol cachonda y alocada. Y Uol piensa que esas historias se repiten, que al final follar, follamos todos más o menos de la misma manera, que lo que cambia es el sentimiento; que por algún extraño misterio, la emoción y el deseo nos desborda con unos sí y con otros no, ¿por qué? Si lo supiese estaría transformando el hierro en oro, sería la alquimista que descubre la piedra filosofal. Nos enrocamos en historias fallidas y no vemos a quienes nos desean y/o aman y nos empecinamos, por contra, en batallas perdidas. Somos así, prestos a grandes obras y a grandes catástrofes. 

No conecto demasiado con las personas excesivamente pragmáticas, pero al tiempo miro con cierta condescendencia a las fantasiosas. Es difícil. Es difícil ser tan imaginativamente realista. No poder mostrarse. El cuadro viene a ser picassiano. Hay que reconstruir la perspectiva rota. Y eso cansa. Por suerte, ciertas personas no necesitan realizar esa reconstrucción mental. Me ven al primer vistazo. Para bien y para mal. Otras, en cambio, se cansan de mirar. ¿Y quién se lo puede reprochar? El tiempo, ya he dicho, tiene distintas medidas para unos y otros.  Yo también me canso a veces de mí misma. Y en esas ocasiones me gustaría deslizarme en una melodía, ser nota clara. De ésas ante las que nadie duda: alegre. O triste. O rabiosa. O sombría. O frívola. Comedia. Drama. Denotativa. Y me lo han dicho, que me tengo en alta estima, que así no se puede, que pongo una barrera, que escondo mi soberbia tras la oda del derrotado, tras la lírica del vencido, tras el pranto al oprimido. Bueno, no me lo han dicho así, pero yo lo siento, lo huelo. Se percibe en la mirada cansada, hastiada. Y es cierto. Seguro que lo es.

500 entradas en este blog. Se inició cuando dinamité una historia que me convertía en una  persona desmotivada y egoísta. En este tiempo he vuelto a desear, a amar, a ganar y a perder. Pero también a recibir en un andén y a dejar partir, a despedir desde el puerto. Y a aspirar la brisa. 

Debo un par de historias. Porque las prometí. O porque me las han pedido. A ello me pongo.
Y serán alegremente cachondas.

Después, no sé. 

500 es tan buen número como otro cualquiera. ¿No?

Uol