lunes, 16 de enero de 2012

Piel Canela

          El aire gélido le golpeó en la cara cuando salió a la calle. Por fin habían quedado atrás las navidades con sus festejos excesivos e hipócritas. No pidió ni un sólo día de descanso laboral, no les tenía apego; sin embargo, llevaba semanas pergeñando una escapada a un sitio cálido. A lo más lejos que había ido en su vida era a Tossa de Mar y todo porque leyó en una vieja novela que un tipo anodino como él, y francés por más señas, se había ligado a una chica bellísima y angelical que se coló, siguiéndolo, en su tienda de campaña. Aquello le había impresionado y un verano allá se fue sin pararse a pensar que la novela estaba ambientada a finales de los años sesenta, cuando Tossa de Mar era un pueblecito sin apenas turismo. Las beldades nórdicas e itálicas que allí encontró no posaron ni un segundo su azulada u oscura mirada en su facha. Claro que... ¿cómo era él según esa soberbia Linda Nena? ¿Tipo Estándar? Bueno, él no consideraba que correspondiera a ninguno de los modelos Estándar que allí se citaban; era una mezcla de todos, ni tan barrigón, ni tan calvo ni tan barbas. El típico tío normal, de ésos que seguro que nadie pide a los Reyes Magos; claro que la fulana ésa, la Linda Quejicosa de las narices, de tía buena seguro que no tenía nada. ¿De qué se iba a quejar ella si no fuera porque no se come un rosco? Seguro que a ella también la devuelven en Reyes. Se rió. Pero ahora ya estaba decidido, se iba a ir al Caribe, iba a conocer a alguna morenita hermosa, una preciosa muchacha de piel canela. Si el Mauricio la había conseguido, ¿por qué no él? Y la historia era veraz, que había visto las fotos con la mulata, en biquini estaba, qué cuerpo prieto y rotundo, la encarnación de sus sueños. Buen culo, tetas, nada de palillos andantes. Él también tenía dinero, que el Mauricio podía contar las trolas que le viniera en gana, pero él no era lerdo y bien sabía que conquistar a la muchacha conllevaba pagar cenas, unas copas, alguna fruslería, unos aderezos. ¿Y qué? ¿Acaso aquí no era lo mismo? 

Piel Canela
     En la agencia de viajes remoloneó indeciso diciendo que necesitaba un lugar cálido donde descansar. La joven que lo atendió apretó los labios, comprendiendo. Le sugirió un par de países donde hacerlo bajo las palmeras, lugares acogedores al lado del mar; podría hacer pesca submarina o buceo, buenos hoteles con todo incluido. ¿Todo? Comidas y las bebidas, incluso las alcohólicas, aclaró ella imperturbable. Se decidió simplemente guiado por la foto de un hotel al que promocionaba una modelo mulata que bebía agua de coco. Diez días, 1200 euros. Seguro que había ofertas algo más baratas, pero a estas alturas él no iba a escatimar doscientos euros, y el hotel tenía buena pinta y la muchacha del catálogo, vaya, esperaba que las demás fuesen así. Al ir usted solo siempre resulta más caro, le explicó la joven, pensando que su vacilación se debía al precio. Ya sabe que la habitación individual resulta en proporción menos económica. Ya, respondió él, para añadir, está bien, acepto. La joven, satisfecha, le confirmó que ella se encargaba de todo, de los pasajes y demás, que lo dejase todo en sus manos. Él bien sabía que ahora la gente organizaba sus viajes por internet y a él le saldría más a cuenta, pero no se manejaba en la red y temía que le estafasen. Una agencia, como siempre se hizo, pensó. A ellos podría reclamarles si el viaje resultaba un fiasco. 

      Se le hizo extraño meter ropa veraniega en la maleta cuando el termómetro de la ventana marcaba seis grados, y como no se fiaba del parte meteorológico, que sí consultó en internet, también añadió un par de jersey de lana y pantalones largos. No quería parecer un yanqui en plan hawaiano. Estilo, se dijo, me hace falta estilo. 

       Para ser un neófito con aeropuertos y aviones, se defendió bien, durmió en el avión y suspiró tranquilo cuando descubrió al hombrecillo con bigote que sostenía un cartel con su nombre en la sala de llegadas. Ya está, pensó. Estoy aquí. 

     No contaba con que hubiese tantas parejas, noviecitos, recién casados o en bodas de plata. Paseó por los salones y no vio a la del catálogo. La recepcionista era española y le daba corte preguntar. En la playa y las piscinas las parejas bebían con sus pulseritas del todo incluido atadas a la muñeca. Al tercer día se impacientó un poco. ¿Dónde estaban las hembras majestuosas? Veía a muchas haciendo la limpieza de los cuartos, pero no eran ésas las que él buscaba. Se apuntó a una excursión que resultó entretenida, pero la guía era una mujerona simpática y afable, muy tranquila y sonriente pero nada sexy. Al día siguiente dio un largo paseo por la playa y en una zona alejada del hotel vio por fin a hombres solos sentados en la arena conversando con chicas del lugar. Las observó al pasar, alguna le sonrió, pero tampoco eran ésas las que él buscaba. 

      Finalmente, se decidió, y guardando el dinero en un bolsillo oculto, pidió un taxi en recepción y solicitó que lo llevase a algún lugar de confianza donde tomar una copa. El taxista esbozó una sonrisa y no dudó. El local no le llamó la atención. Aparentemente mezclados, autóctonos y turistas departían bajo la luz de los focos. Pidió un whisky. 

− ¿Español?
 −Sí. 
− ¿Está solo? 
−Sí, negocios− cortó seco y tajante. No le gustaba que lo interrogasen. Pagó sin darse cuenta de que no dejaba propina. 

     La camarera se alejó con su bandeja, renegando de lo secos y huraños que eran los españolitos jalaos de mierda. 

     Entonces la vio. Una joven preciosa, de piel canela y sonrisa blanca. Hablaba con otra de cabello rizo que la escuchaba y se reía. Las dos con las cabezas algo bajas, contándose confidencias con el recogimiento de quien  busca intimidad. Al cabo de unos minutos, la hermosa alzó la mirada barriendo el local y lo descubrió en la esquina, entre sus manos el vaso de whisky vacío, y detuvo sus ojos negros en él, que no había dejado de mirarla fijamente, casi sin pestañear. 

     Se acercó y preguntó si podía invitarlas a una copa. La del cabello rizo frunció el ceño con sorpresa, pero aceptaron. La camarera de antes hizo un gesto irónico al tomar el pedido, pero él no pudo verlo, concentrado como estaba en contemplar a la diosa. El rincón estaba oscuro, pero su piel se apreciaba uniforme y fina. Peinaba el cabello muy tirante hacia atrás y enroscado en un gran moño. Vestía una blusa blanca ligera sin mangas y con escote en pico, que dejaba asomar unos senos abundantes y firmes. Collares con cuentas de colores caían en desorden entre sus pechos y él no pudo evitar que sus ojos acudiesen a su reclamo una y otra vez. La del pelo rizo se sonreía cada vez más y la diosa captaba su atención con preguntas sobre sus vacaciones con voz bajita y algo grave. Al tercer whisky, él se disculpó y se levantó para ir al servicio. Un hombretón gigante y grueso, algo mayor y con aspecto de alemán (shorts y sandalias con calcetines) que estaba sentado en un taburete de la barra justo en la esquina de entrada al WC, le susurró al pasar tenerrr pistola. ¿Perdón? She is a man! ¿Cómo dice? Ess hombrrre. Entró en el baño y se demoró un momento algo mosca. ¿Qué había querido decir el fulano? ¿Que Mariela era un travesti? Cuando salió, el alemán alzó su cerveza y él desvió la mirada. Las chicas seguían con sus risas y él disimuló pero se fijó en las manos de Mariela (grandes), su piel le pareció colapsada por una gruesa capa de maquillaje espeso y el cuello, el cuello... mierda, mierda y mierda, en el cuello se esbozaba una nuez. Dijo de pronto que se le hacía tarde, que dentro de unas horas tenía prevista una excursión y salió como alma que lleva el diablo. Antes de traspasar la puerta aún pudo escuchar la voz grave de Mariela gritando me cago en tus muertos, alemán, ¿que pinga es la que te singa? 

     Estaba desconcertado, ¿cómo podía haberse confundido? Talmente parecía una mujer y no una mujer cualquiera, sino una imponente. Desde luego, no se lo iba a contar a nadie  y menos mal, menos mal que... mejor ni pensarlo. 

   Presentía que regresaría al monótono invierno sin el recuerdo de una piel canela.

     Dos días después, otro taxi lo dejó en un pueblito pesquero. Unos niños jugaban saltando en la orilla y un viejo miraba al mar, algo revuelto ese día, sentado en una vieja barca descascarillada. Se descalzó y paseó mojando los pies. Cuando llegó al final de la playita vio un humilde barcito bajo un techado de palma. Se sentó contemplando el horizonte y pidió una fría. Apenas se fijó en la joven que lo atendió, absorto en la contemplación del mar y decepcionado por lo infructuoso de su viaje. Un momento después el estrépito del cristal rompiéndose a su espalda y un grito de sorpresa lo sacaron de su ensimismamiento. La camarera había resbalado o tropezado, la bandeja había volado y la jarra de cerveza se había estrellado contra el piso. ¿Se ha hecho daño? La joven estaba en el suelo. ¿Está bien? La muchacha se miraba las rodillas. La vaporosa falda amarilla se había subido hasta casi las ingles, pero él solo vio las rodillas peladas, y arrodillado ante ella le dijo, no es nada, no es nada, una  simple caída y acaba uno crismado sin saber cómo, pero no es nada, están un poco despellejadas, pero no sangran, y entonces, sin saber muy bien por qué, repitió el gesto que su madre le hacía de niño, le sopló sobre las heridas para evitar el picor del rasponazo. ¿A que ya no duelen? Y volvió a soplar. Cuando alzó los ojos, ella le sonreía con dulzura y él se ruborizó de pronto, sintiéndose ridículo y al tiempo pasmado de la belleza de la joven, que  no era tan niña como le pareció de refilón, es que era menuda, de huesos finos y no rotunda como él soñaba. La ayudó a alzarse. Ella le dio las gracias y fue a buscar otra cerveza. Él recogió los fragmentos rotos y le preguntó si podía invitarla a una ronda. Ella aceptó. 

     Al anochecer, ella le tomó de la mano y lo condujo a una casita de planta baja pintada de blanco. Según entendió, allí vivían varias personas y su minúscula habitación estaba presidida por la estampa de una virgen y ocupada en su totalidad por una camita estrecha cubierta por una anticuada colcha floreada con volante. Ella era cálida y suave, su piel canela tenía la textura del terciopelo y su aroma, su aroma era el de alguna flor para él desconocida. Se desnudó lentamente y sus senos menudos y erguidos reclamaban la caricia de sus labios.  Su mente sólo pensaba en saborear aquella piel que lo había obsesionado. Ella le ofrecía sus labios glotones y él se demoró en ellos para seguir por su cuello y orejas hasta bajar a los pechos de areolas muy oscuras. Ella ronroneaba como una gatita y se agarraba a la colcha. Su sexo era apretadito y suave y la penetró despacito, pero ella se giró y se puso encima, cabalgándolo con creciente ritmo. La miraba, miraba a aquel bombón de licor que lo extasiaba y se sentía afortunado al poder poseer una hembra tan caliente y delicada a la vez. Su cabello largo y negro le caía hasta los senos y ocultaba unas clavículas perfectas. Estaba tan excitado que temía no poder aguantar mucho rato. La volteó y la tumbó boca abajo. Y así, aplastándola con su peso y sujetándole los brazos contra aquella fea colcha acrílica, se corrió mientras le besaba la espalda. Después se apartó y ella musitó no estás mal para ser un desteñido. Aún no he acabado. Dame un rato y te lo haré despacito, quiero que tú también te corras.  Mira el bultero éste, no es cierto. Yo no miento. Y no mentía. Lo que no le dijo es que quería quedarse a dormir porque se moría por una mamada al alba.

      Se vieron los días restantes, siempre en la casita blanca, y le compró algunas chucherías que ella aceptó con naturalidad, ilusionada. La partida no fue triste ni dramática. Ella se despidió con la mano bajo la techumbre de palma del boliche, la sonrisa intacta, la faldita vaporosa y las rodillas peladas. 

     En el avión sintió cierta melancolía al recordar la suavidad de la muchacha, pero disipó tales sensaciones en cuanto aterrizó en Barajas.

     −Mauricio, jodido, tenías razón, aquello es jauja. Pura canela en rama.

Uol 

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