miércoles, 3 de julio de 2013

La intrusa y el fitófilo

La alta tapia, adecuada al tamaño del ego de Heliodoro Martínez, ahora actor famoso, lo protegía del mundo. Siempre se avergonzó de su nombre el joven venido de provincias hasta que Sanchís Román le llamó en una de sus críticas el nuevo Helio del panorama cinematográfico alrededor del cual la tierra debe girar. Y Heliodoro sintió por fin su nombre reivindicado tras años lamentándolo al descubrir sus cafres compañeros de clase de química su equivalencia con un gas insípido, incoloro e inodoro. 
Todos en el mundillo artístico sabían que de vez en cuando un nuevo cachorro merecía las atenciones de Sanchís Román, pero a Heliodoro, -antes Doro para su vergüenza-  esto se lo traía al pairo. Un par de sonrisas al crítico, un par de instantáneas en el photocall, y ya estaba en boca de todos; lo reclamaban para acudir a estrenos y brunch de presentación de productos para adolescentes. Un contrato con una marca de ropa deportiva, unos anuncios en revistas juveniles y cartelería con el torso lampiño al descubierto lo lanzaron al estrellato. Después un productor tuvo a bien incluirlo como reclamo en una serie de TV dirigida a adolescentes (los actores de veintitantos años debían aparentar dieciséis) y Heliodoro Martínez –antes Doro y Dorito- , es ahora Helio Martín, más heliocéntrico que nunca. Por eso no le llamó la atención especialmente al guardia de seguridad Nicanor Barral que una mujer intentase colarse en la casa del actor post-adolescente  una mañana de domingo. Ni siquiera que estuviese con el culo al aire.

Tras el estreno de la película Entre dos aguas, donde Helio Martín se pasaba el metraje sin camiseta salvando a Shania y a Lurpia de ahogarse, y asfixiándose posteriormente entre sus besos y abrazos sofocantes, pasando de una a otra y sin acabar de decidirse por alguna de las dos (se rumoreaba que habría una segunda parte), durante dos meses una horda de adolescentes histéricas y con el tanga al aire intentó asaltar la casa del actor. El revuelo había cesado ya, pero aún de vez en cuando alguna muchacha se acercaba a la cabina de control de la urbanización para dejar notas al chico-sol. 

Nicanor Barral paró el coche de seguridad con el que recorría las calles de la urbanización privada.

Aquí Halcón-dos llamando a central.
Le copio, Halcón-dos. ¿Alguna incidencia?
−Una intrusa en la calle D, sector 3.
− ¿El actor?
−Sí. Una joven está intentando saltar la tapia.
− ¿Peligrosa? ¿Va armada?

Nicanor Barral había llegado al pie del muro protector del ego de Helio, el chico gaseoso y solar (según gustos). Vio el perfecto culo de la joven al aire, sin tanga siquiera, y accionó el intercomunicador:

− Humm… perturbada.




Trinidad Rodríguez decía llamarse Trinity, aunque antes fue La Trini y Trinuca. Pero eso era cuando vivía en Carabanchel Alto. Ahora era Trinity (con acento en la primera i), había adelgazado quince quilos, se había teñido de rubio platino –más acorde a su piel blanca- y era azafata de eventos. Los eventos eran aburridos, porque se pasaba las horas recibiendo a los invitados bandeja de canapés en mano, vestida según el tema de la velada, normalmente con traje ajustado y escotado, y boquita roja. Las mujeres ni la miraban y, salvo alguna, no picaban la comida, aunque trasegaban disimuladamente copas de frío vino blanco. Los chicos ni una ojeada le echaban, habiendo allí celebridades adolescentes con las que salir en el ¡HOLA! Sólo algún vejete se paraba a darle charla a veces, la piropeaba con toda intención de echarle un tiento si se terciaba. Pero Trinity ya había sido La Trini y no estaba para tientas desesperadas de actores venidos a menos en el arte de la seducción. 


Con la bandeja de quesos Mon Dieu! (promotora del evento) circulando entre las mesas, Trinidad Rodríguez sentía que o sucedía pronto algo o nunca saldría mentalmente de Carabanchel Alto.


Entonces lo vio, vestido con desenfado estudiado, cabello cuidadosamente despeinado, sonrisa perfectamente alineada y arreglada por el odontólogo de la productora, allí estaba deslumbrando como el mismo sol, Helio Martín, el joven actor. Por una de las casualidades de la vida, él alzó la mirada y la vio. Le sonrió. Trinidad Rodríguez se quedó sin aire, parpadeó y esbozó una sonrisa mientras alzaba mecánicamente la bandeja. El actor se acercó, tomó entre sus dedos un canapé de queso, pero no lo comió sino que se lo puso a ella en la boca. Trinidad Rodríguez, ahora Trinity, tragó casi sin masticar mientras le sostuvo la mirada, quizás algo acalorada.


− ¿Está bueno?
Ella asintió.
− ¿Y si repetimos después? −preguntó Helio.
Ella volvió a asentir.
− Pues no te vayas muy lejos.


Conducía un coche deportivo, como no podía ser menos, pero Trinidad Rodríguez no supo identificar la marca. Tardaron apenas media hora en llegar a la urbanización privada.


Helio Martín, antes Heliodoro Martínez, nunca dejó de ser quien era. Y a él le ponían las Trinity con pinta de ser Trinidad de Carabanchel Alto. No se molestó en ser galante ni tampoco fue descortés o grosero, fue más Heliodoro que nunca.

− ¿Quieres una copa? ¿Ron, whisky, un cubata?
− ¿No tienes champán? – también Trinity fue más Trinidad que nunca.
−El champán es para las pijas panolis.Tómate algo fuerte. 


Ella hizo un mohín, ¿qué tenían de malo las pijas? Ella quería ser una de ellas, tener su dinero, principalmente. Y ese estilo, esa manera de llevar el bolso en el antebrazo y mover el pelo como ellas. Eso no se aprende: se lleva en los genes.

−Bueno, ponme un gin-tonic.


Nicanor Barral tuvo tiempo de contemplar aquel señor culo unos momentos más antes de decidirse a hablar, y aunque su intención era que resultara impositiva, la verdad es que le salió una voz algo floja.

−Oiga, señorita, baje de ahí. ¿Qué hace? ¿No sabe que es un delito colarse en propiedades ajenas? ¡Baje, se va a matar!


Helio Martín estaba cachas, eso no se le podía negar, horas de gimnasio y buena genética, porque la verdad es que a sus veintisiete años le daba al alcohol y a los espaguetis a la carbonara cuanto quería. Ya le saldría tripa, ya, pero todavía no. Pero Trinity tampoco se quedaba atrás, se había depilado el chichi con el láser alejandrita y aquello era un arenal lamido por las olas del mar. Y a ello se puso Helio, que aunque no es que le pusiera demasiado, sabía que a las tías les gustaba mucho, las licuaba todas, aunque a Trinity le vio la disposición y la humedad enseguida, en cuanto se le abrió la boquita con la casa, decorada por alguno de los amigos de Sanchís Román, lo que más, verse en el porche, bajo el emparrado de buganvillas que seguro que en primavera florecían, y ella se imaginaba allí en caftán de hilos bordados, tumbada frente a la piscina de aguas turquesas. Y Helio estuvo dándole a la lenguota unos minutos, aunque a él lo que le ponía bruto era el mete-saca sin más. Y que se la mamaran, claro. 



Trinity cerró los ojos cuando él se la metió toda gorda en la boca. Le empujaba con las manos la cabeza y eso no le gustaba tanto, prefería ella marcar el ritmo, pero Helio estaba en otro lugar, perdido en sus sensaciones y ni se enteró de la pequeña resistencia que ella hacía con la nuca.

Helio tenía unas venas gruesas y marcadas, en el cuello y en la polla. Y se había rasurado todo el vello genital; él no se atrevió con el alejandrita, porque algo en su magín le decía que tanta depilación podría ser una moda pasajera y ya no habría remedio para su matorral. Y además, y aunque no se lo reconocía a ninguna amante, a él le gustaba tocarse ese vello suave y algo encaracolado que rodeaba su verga. Muy excitado, Helio giró a Trinity y la empujó sobre el brazo del sofá para metérsela chorreante desde atrás. Ella hundía la cabeza en el asiento acolchado y Helio no entendió muy bien qué farfullaba. La azafata de eventos seguía con las medias puestas, bastante incongruentes con la época calurosa, pero Helio entendió que formaban parte del atuendo de camarera, así como aquellos zapatos, algo monjiles a su entender. A veces pensaba en cosas así para no correrse enseguida, porque era de excitación rápida y enseguida se le iba el pistón. Y allá en el pueblo, a los catorce años, Eusebio le había dado ese consejo, pensar en otra cosa. Mientras marcaba de rojeces con sus dedos acerados la cintura y caderas de Trinity, pensó que ligar ya no era divertido desde que todas caían enseguida. Este pensamiento le hizo aguantar siete u ocho embestidas más hasta que claudicó. Trinity jadeaba entrecortada, pero todavía no se había corrido. Se tumbó en el sofá mirando para Helio, tan hermoso como el sol, quien seguía tocándose el pene ahora relajado y pingón. Aún no he acabado, nena, le dijo, y salió del salón. Escuchó Trinity ruidos en la cocina. Tráeme agua, cielo, le gritó cuando percibió tintineo de hielos.

Helio traía un bol con algo inidentificable y la cubitera con un vaso. Vaya por dios, ¿no será éste otro fitófilo? Cada cierto tiempo las televisiones privadas reponían Nueve semanas y media y una horda de post-adolescentes salidos querían que sus parejas bailaran para ellos tras una mampara semitransparente, como si esto fuera un teatro de sombras chinescas, o se empeñaban  en embadurnarlas de fresas con nata, poniendo a la fitofilia de moda.

Helio le acercó agua tónica con cubitos que chocaban contra el vidrio con su inconfundible tintineo. Antes de pasarle el vaso extrajo con sus dedos un cubito de hielo. Trinity frunció el ceño. Ya empezamos, pensó. Helio Martín chupeteó el hielo y  se lo puso a ella en la boca, que lo tomó sin mucho afán. Los dientes rechinaron, hipersensibilizados tras el arduo blanqueamiento dental,  y ella lo sujetó entre los dientes mostrándoselo. Helio lo volvió a tomar y Trinity pudo beber. Sintió entonces que Helio le pasaba el cubito de hielo por los pezones y dio un respingo. Va a ser todo el repertorio, pensó la muchacha. Los pezones se empitonaron al máximo. Ella le sonrió y Helio se creyó legitimado para apoderarse de ellos con su boca y succionarlos. Trinity gimió. Entonces Helio se incorporó un poco y cogió otro pequeño iceberg que deslizó entre los pechos de la joven hasta alcanzar el ombligo. Al pie de la letra, confirmó mentalmente la muchacha. El joven actor jugueteó  allí y chupó el agüilla que encharcó el pocito del diminuto ombligo. Ella seguía sonriendo. Cuando los dedos helados de Helio alcanzaron su pubis, Trinity tuvo un espasmo que Helio interpretó gozoso, y merodeó por los bordes de la entrada de la vagina con un nuevo cubito de hielo. ¡Coño!, exclamó Trinity siendo muy Trinidad Rodríguez.
− ¿Te gusta, nena?
− Sí, sí, mucho− dijo Trinity.

Helio volvió a incorporarse y cogió algo del bol que había traído de la cocina. ¿Y ahora, qué?, se dijo Trinity.

−Cierra los ojos− pidió Helio con voz pícara.

Ay, madre, ¿qué se le habrá ocurrido ahora?, Trinity empezaba a inquietarse. Cuando notó algo duro en su entrepierna, Trinity abrió los ojos.

− Pero…
− No es nada, chica; vamos a jugar.
− Pero…
 − Es una zanahoria.

Fitófilo perdido, pensó Trinity. ¿No podía follar como todo el mundo? Helio pasó la zanahoria, de considerable tamaño, por el entrepierna de la azafata de eventos, ya algo desinflada. Se ve que Trinity no estaba hoy creativa. Quizás es que le dolían los pies, estaba cansada y con ganas de acabar. Cuando Helio hizo ademán de follarla con la zanahoria, Trinity le dijo:

− Oye, ponle un preservativo al menos.

Helio vaciló.

− Vale –y rebuscó en el suelo donde había dejado antes la caja.

Trinity se dejó hacer. El fitófilo no estaba porque le llevaran la contraria. La zanahoria estaba fría y Trinity prefería mil veces el calor de la polla de Helio. Pero ésta estaba relajada y a lo suyo entre las piernas del dueño, totalmente desconectada de lo que allí estaba ocurriendo. Es de recuperación lenta, pensó Trinity, acostumbrada a los garañones de Carabanchel Alto. La excitación se le había evaporado a la joven, no sabía muy bien por qué, y gimió sin mucho afán. Helio se disparó y empezó a mover la zanahoria tan vehementemente que Trinity tuvo que sujetarle la mano.

− ¿Quieres más, a que sí? ¿Quieres más, loquita?

Trinity asintió. Era Helio, el actor famoso. Pero cuando vio que el joven sacaba del bol un calabacín de tamaño extra le dijo:

− Oye, no te pases.

Helio se rio como un niño.

− Entonces de la berenjena no hablamos− volvió a reír y cedió−. Vale, un pepino entonces.

− Oye, ¿y no prefieres que te la entone otra vez?

− Más tarde –respondió Helio, algo distraído mientras seleccionaba el pepino adecuado.

− ¿Éste? –y le mostró el elegido.

Trinity se encogió de hombros.

− No sé si me voy a correr así –alegó sincera.

− ¿Ah no? –se sorprendió Helio, antes Heliodoro−. Quizás necesites un poco de calor por ahí abajo.

Bueno, pensó Trinity, quizás si me lo come, me correré y podré largarme. El actor famoso empezaba a irritarla.

Pero Helio no bajó al pilón sino que regresó al bol. De pronto Trinidad Rodríguez notó un picor fortísimo en el chichi. Se irguió como el resorte liberado de una caja.

− ¡Pero qué diablos! Ayyyy, ¡coño, pica! ¿Qué me has echado? –había un punto de miedo e ira en su voz.

−Tranquila, no es nada−  Helio se desternillaba de risa, es que he tocado chile sin querer.

− ¿Sin querer? – Trinity notó entonces que Helio estaba puesto. No sabía en qué momento se había metido algo, pero sus pupilas estaban dilatadas.

−No es nada.

Trinity se retorcía y cogió la cubitera ya con agua descongelada pero aún gélida y se la echó por el coño.

− No es nada−. El cabrón se reía y se reía, retorciéndose.

− ¡Eres un cabronazo! Esto pica a dios.

Helio se sujetaba los abdominales con la risa, estirado en el suelo, mientras Trinity preguntaba gritando dónde está el baño, donde está el baño.

Dirigió la alcachofa de la ducha a la hendidura del coño, se lavó con gel, pero el picor no cesaba.

− ¡Puta madre! –Trinity era Trinidad Rodríguez en estado puro−. ¡Será hijo de puta!

Salió del baño. Helio seguía riendo en el salón. Ella se puso el vestido pero no encontró el tanga.

− Me largo−. Trinity aún se retorcía con el picor.

−No, no te vayas, no te has corrido, espera.

La puerta de entrada estaba cerrada y sin la llave puesta en la cerradura. Trinity salió por el ventanal que daba al porche del jardín. Helio farfullaba no te vayas, anda.

Trinidad Rodríguez salió al jardín y corrió hacia la tapia más cercana. Había allí una escalera de mano. El jardinero había estado podando una enredadera. Trinity escaló.


−Señorita, se va a matar, baje de ahí. Además, pueden denunciarla por allanamiento de morada− Nicanor Barral no podía apartar los ojos de aquel culo. La joven pateaba y al guardia de seguridad se le encendió el rostro cuando advirtió que la entrepierna de la joven estaba al rojo vivo. En ese momento aparcó con un frenazo un segundo coche de los seguratas de la urbanización y se bajó Cristian Sánchez, el más joven de los guardias. Antes de que Nicanor Barral pudiera percatarse, el desgraciado le estaba haciendo fotos al trasero desnudo de la muchacha.



−No seas guarro− le increpó Nicanor, pero Cristian escondió el móvil y se zafó de la garra del hombre.

Entre los dos ayudaron a descender de la tapia a Trinity, que lloraba hipando.

− Si estos famosos no merecen la pena, señorita− le dijo compadecido Nicanor.

Uol

2 comentarios:

  1. Je je je je!
    Bueno, me río, pero pobre Trini!
    Desde luego, ser famosete (o modelo) no lleva implícito ser buen follador/a, ni siquiera garantía de educación (más bien al contrario, por la falta de ella que vemos a menudo).
    Un abrazo

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    1. Desde luego. Pero yo quería incidir en el punto de vista distinto, la perspectiva diferente. Todos pensaban que ella quería entrar en la mansión. Ni se les pasó por la cabeza que quisiese huír de ella. ¡Pasa eso con tantas cosas!
      Saludos!

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