miércoles, 13 de enero de 2016

Viento en Cabo de San Vicente (I)


Cabo de San Vicente, Sagres (Portugal)


Sopla incansable. Los acantilados recogen el implacable zumbido y lo amplifican. Asomada en lo alto, la muchacha sujeta la alborotada cabellera con una cinta. Odia ese viento incesante, desestabilizador, pero ama las olas que provoca allá abajo y ama esos acantilados altivos y orgullosos. Y sobre todo, ama los faros, olvidados testigos de un pasado naviero. Ella no lo sabe aún, pero un día conocerá la pasión en uno de ellos, aunque mucho más al norte de estas tierras. Tan iguales y quizás tan diferentes.

Hizo tiempo caminando por las calles estrechas llenas de tienditas con jerseys de lana colgados en las puertas. Lana y sandalias conviviendo en un revoltijo multicolor.

Lagos, Algarve (Portugal)

Lo había conocido en Lagos. Su amiga se había liado una noche con el DJ del Mullen's. Cuando se lo mostró, no pudo dejar de notar el parecido con Klaus Kinski, una mezcla de colérico Aguirre y pastillero alemán. Portaba pulseras de cuero en las muñecas y collares de conchas al cuello. Les hizo un gesto cuando se sentaron a la gran mesa de madera. Está medio loco, le dijo Paula, pero tiene una maría muy buena. Un camarero se acercó. Los brazos dorados y fuertes se apoyaron en la oscura madera y esperó sus pedidos. Llevaba el pelo sujeto en una coleta. Era muy lacio y rubio, pero las entradas que despejaban sus sienes delataban que los cuarenta estaban a punto de caerle encima. Aún era guapo y apuesto, y lo sabía. Pero ya no le llaman la atención las miradas curiosas de las turistas pusilánimes que sólo sueñan con hombres como él, pero que nunca lo querrían en sus vidas un martes después de comer.

− No hay problema, te quedas en mi cuarto de la pensión. Total, yo me quedo todas las noches en casa de Joss…
− No quiero molestarte.
− ¡No digas chorradas! Además ya he pagado esta semana, así que…
− Bueno, pero te doy el dinero.
− ¡Que no, pesada! Te digo que ya está pagado. No contaba con lo de Joss…  

Se quedó en la Residencial. La habitación era diminuta y cuando a la mañana siguiente se asomó a la ventana descubrió dos caras sonrientes apenas a metro y medio de distancia. La ventana daba a un patio de luces que parecía un armario y al otro lado dos chicos le hacían gestos desde otro cuarto. Se asfixiaba allí.  

Dos noches después, Paula decidió llevarla al Bon Vivant mientras Joss cumplía con su trabajo. Allí lo conoció, parecía apenas salido de la adolescencia, tenía un aire inglés, el jodido estudiante de Eaton que no la rasca pero aprueba todo porque es inteligente y encantador pero un verdadero hijo de puta. Sonrisa profidén, ojos azules muy oscuros y ese pelo, ese pelo… corto y despeinado, con los mechones sabiamente colocados como al descuido. Le pareció el chico del anuncio de la colonia de Hugo Boss que entonces salía en la tele. Jodidamente adorable, jodidamente sociable. Un cabrón. Lo supo desde el primer momento, cuando él esquivó su mirada y al poco se acercó para invitarla a una copa.

Mi inglés era entonces aún bastante malo, pero el cabroncete se hacía entender: cuando la meta interesa, las vallas se saltan con el pie quebrado. Yo no le hice mucho caso, porque aunque los jovencitos siempre me han atraído, éste entraba en la categoría de los que creen que se lo saben todo y no tienen como prioridad aprender. Aunque bien pensado, yo entonces también era una jovencita. ¡Qué cosas! Ahora que lo pienso siempre me sentí mayor en cuerpo de niña. A lo que iba, que cada recodo me lleva a otro, el estudiante de Eaton revoloteaba a mi alrededor pero con las antenas puestas en cuanta falda corta se movía, así que no malgasté saliva y sobre todo neuronas en enhebrar frases seguidas en inglés. En una de sus desviaciones visuales guiado por el radar de su pretina me ausenté con la escusa de ir al baño (ya sé, nada original) y me largué a la otra punta de la sala, que tampoco era mucho, la verdad. Desde allí vi como el inglesito ya pegaba la hebra con una morena. Fue entonces cuando él me habló.  
―Mucha hembra para tan poco prójimo.
―¿Perdón?
―Que si quieres tomar algo.  

El que me hablaba en español a dos pasos de mí, acodado en la barra, era un hombretón de aspecto desaliñado, algunas canas ya bailándole entre los rizos aún abundantes, un tipo con todo el aspecto de ser un alcohólico que no debería dar la lata más que a su hígado.
Algo esquiva, le enseñé la copa que portaba en la diestra. Pero él se presentó.
―Soy Dino.
Me eché a reír. Él no se mosqueó, me observaba imperturbable.
No te lo vas a creer, le dije.

Uol 
Esta historia continúa aquí.
Cabo de San Vicente. Sagres (Portugal)

2 comentarios:

  1. Pero aínda tés a historia varada nese punto de que "no te lo vas a creer"?. Xa viñen un par de veces para comprobar como as etiquetas que lle adxudicaches a esta historia se cumplían e un par de veces tiven que volver sen nada entre os dentes.
    Estaranos dando un ramalazo de preguiza a toda a blogosfera ou qué?

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    Respuestas
    1. Chousa, es o último que pensaba que me ía reclamar!!! hahahaha:)

      A historia non está varada nese punto, está máis avanzada, pero é certo que me invadiu unha certa desgana á hora de contar o final. Conto o que verdadeiramente pasou? (nunca me credes); adórnoo un pouco? Víngome do personaxe? Ainsss...

      Isto pásame por publicar a historia sen a ter rematada, é a primerira vez que o fago e mira...
      Pero non temas, non son das que deixa as cousas a medias.
      Nuns días, verás que pasa con Dino e a moza.
      Bicochos!

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